lunes, agosto 02, 2010

Ver la vida en 40 pulgadas

Ya estoy de vuelta de las minivacaciones, una semana que puede saber a poco, o no, en la que no he hecho nada extraordinario ni reseñable, salvo dar muchos paseos y estar con amigos de charla y comentario, cosas agradables pero no espectaculares. Ni he pisado la playa ni les puedo contar anécdotas de mi estancia en un lugar paradisíaco lleno de ambiente, juerga y fiestas “in”. La verdad es que de todo eso, si exceptuamos el paisaje rural del cantábrico y lo calificamos como paradisíaco, nada de nada.

Así que les contaré un episodio que les parecerá vulgar y vacío de contenido pero que da su juego. Tras quince años de servicio, la televisión del salón de mis padres decidió volverse remolona, y cada vez tardaba más en arrancar. Era hora de comprarse una nueva, así que la tarde del sábado 24, en compañía (secuestrada) de DAG, amigo cuya cuenta pendiente conmigo crece y crece sin fin, nos fuimos al típico centro comercial del extrarradio, en este caso de Bilbao, a comprar una tele nueva. Justo ese día se acababa una oferta por la que te descontaban unos euros si llevabas la tele vieja. Y lo hicimos, a riesgo de nuestra salud, porque la condenada era grande y aún más pesada. Bajarla por las escalera de casa, cargarla al coche y luego, ya en el centro comercial, subirla hasta la tienda, fue un ejercicio de sacrificio inmenso, sobre todo para mis pobres y débiles brazos. Una vez allí estuve mirando modelos, marcas, tamaños y precios, y acabé por coger una SONY Bravia LCD de 40 pulgadas, por lo que no cambiábamos de marca en el salón familiar. No es el mejor modelo del mundo pero para un uso cotidiano y exento de videojuegos es perfecto. Una de las cosas buenas de las teles de ahora es que pesan mucho menos, por lo que el viaje de carga y descarga posterior fue mucho más sencillo y agradable, si no fuera por el dolor que ya se quedó a vivir en mi brazo izquierdo durante el resto del día y los dos siguientes. Una vez de vuelta en casa deshice la caja del envoltorio, solté los precintos y embalajes y, sin muchas dificultades, instalé el equipo. Arrancó sin problemas y todo fue perfecto, aunque la ordenación de los canales fue algo que requirió mucha maña, ayuda externa y consultas a Internet al respecto. Pero para el telediario de las 21 horas el aparto estaba en marcha y, tumbado en el sofá, podía comprobar la impresión que produce el ver una pantalla de estas en casa, su rendimiento. Y la verdad es que impresiona, porque solamente la dimensión de la pantalla y de lo que por ella se emite es impactante. Colores, imágenes en movimiento, es indudable que a estos efectos el tamaño sí que importa. Además el hecho de ser televisores muy delgados les da un aire de moderno y futurista muy logrado. Desde pequeños nos hemos imaginado las pantallas planas, sin fondo, sin el culo que tanto pesaba y ocupaba, y ahora algo similar a esa imagen del futuro está en el salón de Elorrio. Como mínimo era para sonreír y pensar en cómo ha cambiado la cosa en los no tantos años que han transcurrido desde que yo era el mando a distancia y me levantaba a apretar los botones de los cuatro o cinco canales que existían.

Si lo bueno se ve bien, lo malo se ve igualmente bien pero sigue siendo horrible. Programas tipo “mierdame deluxe” y demás basura se pueden apreciar a pleno detalle, y las zafiedades que allí se dicen y expresan se reproducen con toda la calidad imaginable. Pero queda el consuelo de que las noticias se viven y que los documentales o las fotos del tiempo de TVE se ven con una calidad y belleza inmensa. Por cierto, una idea tonta para reflexionar. ¿Se han dado cuenta de que, con ese tamaño de pantalla, los presentadores ya aparecen en nuestro salón con un tamaño equivalente, o incluso superior al nuestro?

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