Viniendo hoy en el metro camino al trabajo he visto a un par
de chicas completamente abstraídas en sus apuntes. Sin levantar los ojos de los
papeles, parase el tren o siguiera su marcha, daban un último repaso a unas hojas, que me han parecido de física, y transmitían tanto nervio como entrega
a la labor que llevaban a cabo. Ayer empezó la selectividad en Madrid, y hoy
les toca un día completo, he pensado. Que sus nervios no les traicionen y les
permitan mostrar todo lo que saben, el poso de las horas que han dedicado a
estudiar a lo largo de este año.
Ahora ha cambiado mucho, pero la “sele” sigue siendo la gran
prueba que divide el mundo educativo en España en un antes y un después. Es el
único examen obligatorio para todo el mundo sobre un temario anual y el que
posee un resultado que realmente sí condiciona tu futuro. Con los años ha ido
perdiendo peso porque se ha dulcificado la forma de realizarlo, y al explosión
de universidades privadas, que sólo requieren un aprobado para poder acceder a
ellas, ha restado importancia a la nota final de corte, pero aún así es una
prueba importante y decisiva. Muchos aspiran a realizar carreras que piden
notas muy altas, como determinadas ingenierías o profesiones sanitarias, y unas
simples décimas pueden ser la diferencia entre lograrlo o no. Cuando yo la
hice, en el verano de 1990, no estaba muy obsesionado con la nota final, porque
no aspiraba a ese tipo de carreras, pero sí me quitaba el sueño el mero hecho
del examen en sí, el pasarlo o no, y el qué sucedería si suspendía. Como la
Unión europea con el euro, no tenía un plan B. En mi personal percepción de la
vida los dos días de la selectividad son de los peores que he vivido. Entonces
si suspendías en Junio tenías que ir a Septiembre, lo que significaba que pocas
plazas universitarias quedarían libres, y la presión era muy alta de cara a lo
que se anticipaba un horrible verano. Estudiaba en el instituto de Durango, a
diez kilómetros de Elorrio, pero el examen, como sucede ahora, no tenía lugar en
el propio instituto, sino en el campus que la Universidad del País Vasco tiene
en Lejona, una montaña perdida en medio del mundo en la margen derecha de la
ría, un complejo que para nosotros, pobres alumnos de pueblo, se nos hacía
gigantesco, y que nunca habíamos visto antes de hacer los exámenes. Allí, en
medio de la nada, en aulas que no nos sonaban de nada, rodeados de profesores
universitarios que daban miedo de sólo pensar en ellos, entre inmensos pasillos
que, vistos con el paso del tiempo, sólo han ido a peor, y entre edificios
unidos unos con otros en una especie de caos informe y sinsentido, mis
compañeros y yo pasamos un par de días angustiosos, en los que nos tuvimos que
levantar muy temprano para coger el autobús escolar con destino a Durango, allí
coger otro autobús escolar para ir a Lejona y pasarnos todo el día en medio de
aquel lugar, con exámenes mañana y tarde, y luego todo el camino de vuelta para
llegar a casa agotado muy tarde, cerca de las 22 horas. Dos días que se nos
hicieron eternos, en los que nos dio para perdernos en medio del complejo y
casi no presentarnos a alguna de las pruebas porque no había manera de saber
dónde estábamos, en el que por primera vez en mi vida tuve una completa
sensación de soledad y desamparo. Dos días para olvidar.
Y luego a esperar la nota, unos cuantos días más, no
recuerdo cuántos, en los que estábamos como los toreros en capilla, rezando
algo, pero sobre todo pasando miedo. El día que tocaba ir al instituto a
recoger el resultado estaba muy nervioso, casi histérico. El aprobado estaba
seguro, casi todo el mundo lo sacaba, pero ¿con qué nota? Cogí el libro
amarillo con las calificaciones y cuando vi el 6,44 que me quedaba como
resultado empecé a saltar de alegría como pocas veces lo he hecho en público, con
la sensación de haber sacado un diez redondo. Ese 6,44 me habría las puertas a
mucha de las carreras que había preseleccionado (industriales, física,
matemáticas, empresariales, económicas) y me la cerraba a otras que también
ansiaba, como arquitectura, pero me supo a gloria. Y todavía hoy así de dulce
lo recuerdo.
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