Es inevitable referirse a ello. Hoy
toda la prensa española, y buena parte de la extranjera, lleva a portada la
nueva imputación que el juez José Castro ha decretado sobre la Infanta Cristina
en relación a los negocios de las empresas en las que compartía titularidad con
su marido Iñaki Urdangarín. El tono general es de respeto y espera, hasta
comprobar si esta vez la imputación saldrá adelante o, como sucedió hace un
año, se queda en nada. Ya saben ustedes que los procesos judiciales son
complejos, enmarañados y, al menos en España, tediosamente largos, por lo que poco
voy a poder añadir sobre el fondo del asunto.
Además, como podrán imaginarse,
no me he leído el auto de más de doscientas páginas que ha emitido el juez.
Imagino que ayer debió ser un duro día de vuelta tras las vacaciones para los
que tuvieron que enfrentarse a ese mamotreto para extraer de él la información
con la que llenar páginas y titulares. Por ello no estoy en condiciones de
decir si la acusación del juez es consistente o no, está basada en hecho o conjeturas,
y es suficiente para enjuiciar a Cristina o no. Como en casi todos estos casos,
me basta la profesionalidad del juez para dar por supuesto que si así lo
considera, algo habrá que le obligue a ello. Por tanto, creo que debemos
esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos y, en todo caso, actuar
con mucha naturalidad en este asunto, naturalidad que no ha existido en casi
ningún momento y que nos haría mucha falta a todos, empezando por la familia
del Rey hasta el último periodista. Hay que recordar que el único miembro de la
familia Borbón que tiene un papel constitucional es el Rey. Ni si quiera el Príncipe
heredero posee una norma que regule su estatus y condición, y desde luego no es
el caso de las infantas, que a todos los efectos legales y constitucionales son
lo mismo que cualquiera de ustedes o yo a ojos del estado y la ley: Meros
contribuyentes a los que extraer impuestos. Si la infanta Cristina y su marido
cometieron delitos, deben ser juzgados por ellos y, en su caso, condenados. El
apego familiar que existe ante todo miembro de la estirpe que se ve sometido a
un problema relacionado con la ley es comprensible, y que levante la mano el
primero que no ha ayudado a un amigo o familiar en un trance de este tipo. Sólo
al Rey se le puede exigir, dado su papel constitucional, y la relevancia de la
ejemplaridad que transmiten sus actos, una total separación de la figura de su
hija y marido, para evitar ser contaminado por la misma, y en función de cómo
se desarrollen los acontecimientos, sanciones de tipo personal e institucional,
de corte más bien simbólico, como el despojamiento de los títulos en caso de
condena o la exigencia de renuncia de Cristina a unos derechos sucesorios que sólo
tendrían relevancia en caso de una tragedia familiar en Zarzuela de
proporciones colosales. Por lo demás, la actitud del juez en el procedimiento
demuestra que la justicia, lenta, torpe y coja, avanza en la misma dirección
para todos, y que en España no se libra del acoso de la misma ni la hija del
Rey ni el frutero de la esquina. Eso, y el hecho de que la corrupción no se
esconda, aunque no lo parezca, son dos de las grandes diferencias que hacen que
un país pueda ser considerado como democrático. Romperse las vestiduras por la
imputación a Cristina es, además de un ejercicio inútil, algo propio de sociedades
infantiles, necesitadas de un manto protector de poder que las dirija. Vemos
muchas veces en España comportamientos de este tipo ante el encausamiento de
políticos y autoridades, que suscitan el apoyo de ciudadanos “anónimos” que los
escoltan a los juzgados, ofreciendo una imagen propia de épocas cuasi
medievales.
Uno de los puntos más complejos de este asunto es
cómo esta noticia y proceso afecta a la ya muy famosa marca España, por la que
todo se hace y en nada se protege y promueve. A corto puede ser dañina, empezando por el hecho
de que medios extranjeros no distinguen la diferencia entre infanta y princesa
(Sólo Letizia lo es) pero a largo la sensación de igualdad ante la justicia
será positiva. Lo que realmente destroza nuestra imagen como país son hechos
como los de Sacyr en Panamá o el desastre eléctrico y de primas renovables, por
poner dos ejemplos de actualidad, que lastran mucho más nuestro país de cara a
inversores extranjeros que lo que le pueda suceder a una mujer a la que, fuera
de España, conoce muy poca gente.
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