Sospecho que el sábado por la
mañana sólo se hablaba o del tiempo o de la infanta. Que si viene otro
temporal, que si vaya rachas de viento que llevamos, cuánta agua, si bajará la rampa
andando o en coche, si el viento le afectará en el vestido, de cómo será dicho
vestido, etc. Tremendo, sí. Afortunadamente para los curiosos y apostadores
antes bajó la infanta la rampa que llegó la tormenta, la meteorológica, claro
está. Tras el descenso y comparecencia en los juzgados, el
debate se ha trasladado a lo que allí dijo y a lo que no, a si hubo evasivas,
medias verdades o sinceridades. Todo sea por hablar mucho durante mucho
tiempo.
La verdad es que el asunto de la
Infanta, su marido y demás no me interesa en exceso, salvo por la derivada que
genera en forma de deslegitimación monárquica y, por ello, más inestabilidad
política en medio de nuestra fenomenal crisis. Soy de los pocos que quedamos en
España que opinamos que será el juez el que dictamine si Cristina es culpable
de lo que se le acusa o no, el que diga si Urdangarín cometió todos esos
delitos de los que se le acusa y, por tanto, deban cumplir penas civiles o
penales. El problema para ellos es que la sociedad ya les ha juzgado y
condenado, y en el caso de la monarquía y aledaños, el juicio social es más
importantes que el judicial. Cuando el Rey visita un lugar y miles de personas
le esperan y aplauden no acuden allí por la llamada de la ley o por un
imperativo normativo, no, sino por curiosidad ante una figura pública y,
obviamente, cierto aprecio por ella. Esa figura tiene una legitimidad legal, sí,
soportada en la constitución, pero dado que no es electiva, ni se presenta a
refrendos de ningún tipo, sustenta su presencia en el apoyo popular que la
respalda. Los votos que cosecha el Rey son los aplausos que recibe allí donde
va. Si hay mucho aplauso, bien. Si hay poco, mal. Cuando Cristina se casó en Barcelona,
hace ya bastantes años, hubo cientos de miles de personas en la calle celebrándolo,
asistiendo a los eventos señalados y vitoreando a la pareja. Eso es aprobación.
El Sábado, junto a la rampa, no hubo muchos manifestantes, porque por seguridad
y logística la cosa no daba para mucho, pero la sensación no era precisamente
de apoyo popular y aclamación. En este caso la monarquía ha perdido el voto
popular, Cristina y su marido son considerados culpables por la inmensa mayoría
de los españoles, que ven en ellos un símbolo del poder que se ha comportado de
manera innoble y, por tanto, es el blanco perfecto para descargar la ira que se
acumula en gran parte de la ciudadanía tras años de crisis y depresión social. Urdangarín,
que parece cumplir con todas las condiciones que se asocian a los arribistas y
trepas, tiene un futuro judicial complicado y, sospecho, acabará entre rejas,
pero la mala gestión de este asunto por parte del Rey y su entorno ha
propiciado que el sacrificio del balonmanista no sea suficiente. Hubo un momento
en el que era posible “salvar” mediáticamente a Cristina, obligándola a
aparecer en público, compungida, arrepentida por lo sucedido, renunciando a sus
derechos dinásticos, que son sobre todo simbólicos, y mostrando ser una víctima
del comportamiento de su marido, cosa que en parte sí es. Pero se perdió la
ventana de oportunidad para hacer eso, creyendo que las aguas se tranquilizarían
y el caso no iría a más. Nuevamente el error de cálculo ha resultado ser
devastador.
La imagen de Cristina de Borbón es ya
irrecuperable, pase lo que pase, sea condenada o absuelta. Es un personaje “quemado”
y el Rey y su entorno lo saben. Ella quizás no, será difícil asumir para
alguien nacido y criado en una especie de paraíso (en mi opinión en una cárcel
muy bien vestida) que su vida ha cambiado para siempre, y que ya nunca
disfrutará del aprecio y respeto que, desde pequeña, el país entero le ha ido
brindando. La rampa de los juzgados de Palma es la cuesta abajo por la que Cristina
se despeña hacia su ostracismo social. Ahora los esfuerzos se centran en que su
caída no arrastre a nadie más. En el fondo, todo esto es una historia bastante
triste.
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