Nací hace casi 42 años en
Elorrio, un pequeño pueblo de Vizcaya situado a casi cuarenta kilómetros de
Bilbao, en una época en la que esa distancia era mucho mayor que la de ahora.
Para nosotros, de pequeños, Bilbao era casi más un mito que una realidad.
Pasaban pocos autobuses por el pueblo que allí viajaban, pero sabíamos que
existía una realidad diferente, de señores elegantes, trajeados, de grandes
tiendas, de comercios, edificios imponentes, fábricas inmensas… Una o dos veces
al año iba con mis padres a Bilbao, y esa era una de las excursiones más
importantes del año.
El mito de Bilbao lo ha hecho su
entorno, su clima y, sobre todo, su gente. Seria, industriosa, afable,
responsable, trabajadora, abierta, bruta, liberal y franca, la esencia del
bilbaíno es mucha, y la empecé a conocer cuando llegué a la universidad, en
1990, en una ciudad que todavía era gris y oscura, con ruinas industriales por
doquier, un aire denso y una ría fétida que no era exactamente líquida, sino
más bien pastosa. Algunos de mis compañeros de facultad eran lo que se puede
definir por bilbaíno, algo chulescos y grandilocuentes, sí, pero nobles de
corazón y entregados con pasión a sus deseos y apetencias. Formaban parte de
una ciudad, sí, Bilbao es una ciudad, que desde siglos pasados se ha levantado
orgullosa y fuerte frente a todos los que, muchos, han deseado humillarla, al
verla como símbolo de un progreso y tradición que chocaba contra sus ideas. Los
carlistas la bombardearon con saña en el siglo XIX, porque ese bocho liberal
que era Bilbao se oponía con toda la fuerza de sus ideas a la retrógrada farsa
que representaban los requetés y las boinas rojas. Posteriormente los
nacionalistas, que han erigido al caserío y al ambiente rural como la arcadia
feliz del mundo vasco, trataron con desprecio a Bilbao, lugar industrioso,
abarrotado, lleno de gente venida en aluvión de toda España y resto del mundo, que
atestaban sus calles y plazas, y rompían con la monocordia verde y silenciosa
de las campas rurales. En los mismos pueblos, en el mío, los mayores miraban
con recelo a Bilbao y a todo lo que sonase a ciudad, como fuente de todo mal,
como origen de perversiones, modas falsas, costumbres pecaminosas y
corrupciones de todo tipo. Pero a todos a podido Bilbao, a todos ha
conquistado, porque posee un espíritu que va mucho más allá de los límites y
esquemas que una mente rígida y simple pueda desarrollar. Bilbao es todo eso y
mucho más. Y quizás sea Unamuno, ese personaje del siglo XIX, contradictorio,
genial, brillante, caótico y esquizofrénico, quien mejor pueda definir la
idiosincrasia de una ciudad indefinible. Fue Iñaki Azkuna quien hace años, en
medio de las críticas de los nacionalistas y los batasunos, reivindicó la
figura de Unamuno para sí y para la ciudad que regía, como símbolo del vasco
universal, del pensador que se enfrenta a todos y a sí mismo en la búsqueda de
la verdad, esquiva, que parece jugar con él entre las siete calles del Casco Viejo.
Ordenó recuperar la cabeza del filósofo que, clavada en lo alto de una columna,
como su fuera una pica medieval, se yergue en la plaza del mismo nombre, y que
había sido sustraída por unos delincuentes días semanas antes. En ese acto de
reposición de la cabeza de Unamuno, Azkuna demostró que se había presentado a
la alcaldía por las siglas del PNV, pero que era alcalde de todo Bilbao, que
sentía como propias todas las ideas que bullían en una ciudad a la que, como
tantos, amaba hasta en lo más profundo, y que su altura de miras y grandeza de
ideales no los iban a cercenar cuatro cafres y su banda de acólitos, que no
eran capaces ni de admirar la grandeza del lugar en el que se encontraban
protestando.
Ayer,
a los 71 años, Iñaki Azkuna falleció en su casa rodeado de su familia, y de
medio Bilbao, y de muchas personas del resto de España y del mundo, que
sintieron su muerte como propia. Su figura ha ido creciendo a lo largo de estos
años hasta suscitar el aplauso y admiración de todos, y también los votos,
elegido por una mayoría absoluta de ciudadanos creyentes de ideas políticas muy
diversas, pero que veían en Azkuna a SU alcalde. El valor y entereza al
afrontar el final, en público, mostrando su deterioro a la vista de todos, el
haber dejado a la ciudad renovada y sin un euro de deuda, la adhesión popular….
Son muchos los méritos de Azkuna, que nación en Durango, cabeza de la comarca
de Elorrio, demostrando que los de Bilbao nacen donde se les pone en la punta
de los coj…..
Subo este fin de semana a Elorrio, a cuarenta
kilómetros de Bilbao, y me cojo el Lunes. Abríguense y hasta el Martes si no
pasa nada raro.
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