Poco puedo añadir a los muchos
artículos, entrevistas y declaraciones que, desde el fin de semana, glosan la
figura de Adolfo Suárez en un ejercicio de reconocimiento y honra que es,
realmente, curioso, dada la víscera cainita que se aloja en cada uno de los
españoles, y de la que ya fue víctima el propio Suárez en el largo y triste
final de su carrera política. Los elogios, merecidos, le llegan de muchos
ahora, cuando sólo su familia y allegados pueden recogerlos, y no antes, cuando
en la soledad, el alabado aún podía escucharlos y recibirlos con cariño. Luego,
cuando entró en la sombra del Alzheimer, ya daba igual qué palabras le fueran
dichas o no.
Por eso, para no añadir de mi
cosecha a una mesa ya muy rebosante, quiero
quedarme con la imagen de las miles de personas que han hecho cola a lo largo
de todo el día de ayer para rendir tributo y homenaje a su persona, a su
ataúd, aposentado el Congreso de los Diputado, convertido durante más de una
jornada en improvisado tanatorio, en el que se vela el cadáver del gran hombre.
Miles de personas, venidas no sólo de Madrid, sino de muchos puntos de España,
que desde primera hora de la mañana guardaban cola, primero muy recta, luego
serpenteante, para tratar de alojarlos a todos. Personas que en algunos casos
conocían personalmente a Suárez y su familia, las menos, o que le habían
votado, o que simplemente tenían un recuerdo intenso de aquellos años, de los
peligros que entonces se vivieron, que fueron conscientes de lo poco que faltó
para que todo ese experimento democrático se fuera a la porra, y simplemente
estaban ahí como muestra de gratitud. Personas mayores, de la generación de
Suárez, que vivieron la transición en sus años de mayor intensidad profesional,
para los que la dictadura fue el régimen que ahogó su juventud, y personas
jóvenes, muchas personas jóvenes, para quienes Franco es algo que aparece en
los libros de texto, en algunas películas y documentales, y les es tan cercano
como Hitler o Napoleón, a las que lo que más les suena de esa época son las
primeras temporadas de la serie “Cuéntame” y que, como mucho, han oído en casa
historias, contadas por sus padres, de unos años que se les antojan muy
lejanos, como de blanco y negro. Personas muy de derechas, que en un tiempo
apoyaron el régimen de Franco o medraron a su costa, y que tuvieron la lucidez
de renunciar a su régimen y sus ventajas para que el país en el que vivían
pudiera volver a ser uno unido y libre, personas muy de izquierdas, que
combatieron al régimen, se jugaron el tipo, sus bienes y sus vidas para tratar
de hacer caer una dictadura opresora que asfixiaba al pueblo, y que tuvieron la
lucidez de, caído el dictador, dar la mano a sus antiguos adversarios para
caminar juntos hacia la democracia y la libertad, y personas sin ideología, con
algunas creencias pero nada consistentes, que se encontraban en medio de la
nada, y que se unieron a las dos anteriores para caminar conjuntamente hacia el
progreso. Todas ellas, las ideologizadas y las no, las moderadas y las
radicales, las antiguas y las modernas, vieron en Suárez la esperanza
encarnada, la voluntad de un nuevo tiempo, de una nueva política que le diera
prestigio a esa palabra, otorgando precisamente la palabra a la calle, abriendo
las ventanas de un país en el que el olor a rancio apestaba en cada esquina, y
fue ese hombre el que logró transmitir esa necesaria imagen de concordia. En compañía
del Rey, Suárez fue la figura en la que se depositaron tantas esperanzas, que
no fueron frustradas. Por eso, miles de personas hicieron cola ayer, y hoy,
para rendirle tributo.
Ha
querido la casualidad que el homenaje al féretro de Suárez coincidiese con el
entierro de Iñaki Azkuna, alcalde de Bilbao, que suscitó también un sentido
homenaje por parte de los habitantes de Bilbao, que lo querían y respetaban. Con
trayectorias muy distintas y desde puntos políticos e institucionales muy
diferentes, tanto Suárez como Azkuna encarnaron la figura del servidor público,
la vocación de trabajar para los demás desde puestos de responsabilidad, de
entregarse a su oficio que, en este caso, era ayudar y coordinar a los demás. En
tiempos oscuros de corruptelas, enfados y desaliento social, esas dos figuras a
las que despedimos nos recuerdan que otra política es posible, otra forma de
hacer las cosas está a nuestra disposición, si queremos, si surgen de entre
nosotros figuras que así lo encarnen.
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