Hace tiempo que me rondaba por la
cabeza la idea de comprarme una bici para hacer algo de ejercicio por Madrid y
recordar los tiempos en los que recorría muchos kilómetros a lomos de cuatro
tubos y dos pedales. Finalmente el sábado, tras varias visitas a la tienda y
selección del modelo y algunos accesorios, recogí la máquina, una de esas de
montaña de suspensión delantera, de diseño ultramoderno, de gama baja media,
coste moderado pero aspecto imponente. Me la llevé en metro hasta casa y, no
sin esfuerzo, conseguí subirla al ascensor y meterla en el hogar, de momento en
una esquina del salón, a falta de otro lugar más apropiado o accesible.
Y ayer, Domingo, la estrené, o
mejor dicho, me reestrené, ya que en la práctica llevaba una década sin andar
en bici de verdad. Me cogí el metro por la mañana, presencié una romántica
escena amorosa a lo largo de varias paradas entre una pareja joven que tenía
toda la pinta de venir de juerga nocturna, y frente a su placer, yo miraba mi
bici pensando en su iba a poder dar la talla (quizás en su interior el chico
que besaba a la chica temía lo mismo). Cuando llegué a mi destino salí a la
superficie, me puse el casco ciclista, por primera vez en mi vida, y empecé a
rodar. La ruta prevista era la de un fragmento del anillo ciclista que bordea Madrid,
más o menos a la altura de la M40, con la idea de llegar hasta el punto en el que
se puede acceder a mi barrio y volver hasta así hasta el portal de casa en
bici, sin usar nuevamente el transporte público. Era una soleada mañana, algo más
fresca que la del día anterior, pero igualmente agradable, y muchos debimos
considerar lo mismo, porque en varios fragmentos el anillo estaba casi tan
concurrido de ciclistas como la citada M40 de coches. Tenía algo de miedo a la
sensación de volver al equilibrio de las dos ruedas, en el que nunca he sido un
mago, incapaz tras miles de kilómetros recorridos de andar sin manos, y que los
pedales automáticos me traicionases y me hicieran caer. Pero a los pocos
minutos de marcha esos miedos desaparecieron, al comprobar que es verdad eso
que se dice que una vez aprendido nunca se olvida cómo andar en bici, así que
solventado ese temor, me dediqué en cuerpo y alma, más lo primero que lo
segundo, a vencer al otro gran obstáculo, el recorrido y las cuestas. Siempre
he dicho que la magia de la bici es grande en llano, inmensa cuesta abajo y que
se rompe del todo cuesta arriba. Subir en bici es una tortura de un grado muy
diverso. En los primeros repechos serios pude comprobar que mis piernas no son exactamente
lo que yo recordaba, aunque aparenten estar en forma, y que es muy diferente
pedalear en una bici de montaña o de carretera, en las que siempre había andado
hasta el momento. La posición de montaña, menos forzada, más agradable para el
paseo, limita la fuerza que puedes hacer sentado con las piernas, y los
desarrollos, más blando, hacen que ponerse de pies sea algo arriesgado, dado el
exceso de revoluciones que se pueden adquirir. Además, obviamente, una bici de
montaña pesa bastante más que una de carretera y las ruedas, mucho más gordas,
se agarran muchísimo al asfalto, por lo que el esfuerzo de tracción debe ser
mucho mayor. Sin embargo, dado el número de cruces que tiene el anillo, los
baches y las irregularidades del terreno, y las posibilidades que ofrece para
escaparse de la dictadura del asfalto, la bici de montaña es la elección obvia
para la ciudad. Poco a poco avanzaba en el recorrido y, pasado la mitad, llegué
a la zona que se me hizo más dura, quizás también por el cansancio. Volví a recordar
en esos repechos la sensación de ahogo que caracterizaba la subida de los
puertos de mi juventud, en la que el duelo con la carretera se saldaba con
jadeos infinitos, dolores y mucho sudor. Ayer no sudé demasiado, pero todo lo
demás lo reviví con la misma intensidad.
La llegada a mi barrio marcaba el final del
recorrido, que en su último tramo, desde el anillo hasta mi portal, es casi
todo el cuesta abajo. Un último momento de disfrute y relax, sintiendo el
viento en la cara, justo antes de llegar a casa y, con los brazos y el cuerpo mucho
más cansado, volver a repetir el equilibrista ejercicio de la introducción de
la máquina en el ascensor y el salón. Satisfecho y agotado, la ducha reparadora
sentó como un regalo caído literalmente del cercano cielo de la alcachofa, y
tras ella, ya relajado, me volví a acordar de la amorosa pareja del metro,
pensando si en ese justo instante estarían tan cansados como yo, seguro que
menos, y satisfechos…. Probablemente más.
1 comentario:
¿agujetas? espero que sólo en el cuerpo...
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