lunes, marzo 10, 2014

Pedaleando



Hace tiempo que me rondaba por la cabeza la idea de comprarme una bici para hacer algo de ejercicio por Madrid y recordar los tiempos en los que recorría muchos kilómetros a lomos de cuatro tubos y dos pedales. Finalmente el sábado, tras varias visitas a la tienda y selección del modelo y algunos accesorios, recogí la máquina, una de esas de montaña de suspensión delantera, de diseño ultramoderno, de gama baja media, coste moderado pero aspecto imponente. Me la llevé en metro hasta casa y, no sin esfuerzo, conseguí subirla al ascensor y meterla en el hogar, de momento en una esquina del salón, a falta de otro lugar más apropiado o accesible.
 
Y ayer, Domingo, la estrené, o mejor dicho, me reestrené, ya que en la práctica llevaba una década sin andar en bici de verdad. Me cogí el metro por la mañana, presencié una romántica escena amorosa a lo largo de varias paradas entre una pareja joven que tenía toda la pinta de venir de juerga nocturna, y frente a su placer, yo miraba mi bici pensando en su iba a poder dar la talla (quizás en su interior el chico que besaba a la chica temía lo mismo). Cuando llegué a mi destino salí a la superficie, me puse el casco ciclista, por primera vez en mi vida, y empecé a rodar. La ruta prevista era la de un fragmento del anillo ciclista que bordea Madrid, más o menos a la altura de la M40, con la idea de llegar hasta el punto en el que se puede acceder a mi barrio y volver hasta así hasta el portal de casa en bici, sin usar nuevamente el transporte público. Era una soleada mañana, algo más fresca que la del día anterior, pero igualmente agradable, y muchos debimos considerar lo mismo, porque en varios fragmentos el anillo estaba casi tan concurrido de ciclistas como la citada M40 de coches. Tenía algo de miedo a la sensación de volver al equilibrio de las dos ruedas, en el que nunca he sido un mago, incapaz tras miles de kilómetros recorridos de andar sin manos, y que los pedales automáticos me traicionases y me hicieran caer. Pero a los pocos minutos de marcha esos miedos desaparecieron, al comprobar que es verdad eso que se dice que una vez aprendido nunca se olvida cómo andar en bici, así que solventado ese temor, me dediqué en cuerpo y alma, más lo primero que lo segundo, a vencer al otro gran obstáculo, el recorrido y las cuestas. Siempre he dicho que la magia de la bici es grande en llano, inmensa cuesta abajo y que se rompe del todo cuesta arriba. Subir en bici es una tortura de un grado muy diverso. En los primeros repechos serios pude comprobar que mis piernas no son exactamente lo que yo recordaba, aunque aparenten estar en forma, y que es muy diferente pedalear en una bici de montaña o de carretera, en las que siempre había andado hasta el momento. La posición de montaña, menos forzada, más agradable para el paseo, limita la fuerza que puedes hacer sentado con las piernas, y los desarrollos, más blando, hacen que ponerse de pies sea algo arriesgado, dado el exceso de revoluciones que se pueden adquirir. Además, obviamente, una bici de montaña pesa bastante más que una de carretera y las ruedas, mucho más gordas, se agarran muchísimo al asfalto, por lo que el esfuerzo de tracción debe ser mucho mayor. Sin embargo, dado el número de cruces que tiene el anillo, los baches y las irregularidades del terreno, y las posibilidades que ofrece para escaparse de la dictadura del asfalto, la bici de montaña es la elección obvia para la ciudad. Poco a poco avanzaba en el recorrido y, pasado la mitad, llegué a la zona que se me hizo más dura, quizás también por el cansancio. Volví a recordar en esos repechos la sensación de ahogo que caracterizaba la subida de los puertos de mi juventud, en la que el duelo con la carretera se saldaba con jadeos infinitos, dolores y mucho sudor. Ayer no sudé demasiado, pero todo lo demás lo reviví con la misma intensidad.
 
La llegada a mi barrio marcaba el final del recorrido, que en su último tramo, desde el anillo hasta mi portal, es casi todo el cuesta abajo. Un último momento de disfrute y relax, sintiendo el viento en la cara, justo antes de llegar a casa y, con los brazos y el cuerpo mucho más cansado, volver a repetir el equilibrista ejercicio de la introducción de la máquina en el ascensor y el salón. Satisfecho y agotado, la ducha reparadora sentó como un regalo caído literalmente del cercano cielo de la alcachofa, y tras ella, ya relajado, me volví a acordar de la amorosa pareja del metro, pensando si en ese justo instante estarían tan cansados como yo, seguro que menos, y satisfechos…. Probablemente más.

1 comentario:

peich dijo...

¿agujetas? espero que sólo en el cuerpo...