La economía capitalista de
mercado en la que más o menos vivimos es el mejor de los sistemas económicos, o
el menos malo de los conocidos, como diría Churchill. Pese a sus limitaciones y
problemas, que vemos día a día, posee innumerables ventajas, que nos han
permitido experimentar grandes y sostenidos crecimientos económicos a lo largo
de varias generaciones. Uno de los pilares ocultos, pero fundamentales, de este
sistema, es la libertad individual y la responsabilidad que ello conlleva a la
hora de crear un negocio. Si la cosa va bien, bien, pero si la cosa va mal…
mal. Con este fin existen numerosas leyes que regulan el nacimiento, vida y
quiebra (fallecimiento) de una empresa.
Es en este marco en el que se
produjo el llamado rescate bancario hace un par de años, en el que los
gobiernos de medio mundo destinaron enormes sumas de recursos públicos para
rescatar a un sistema financiero que amenazaba con el colapso. Fue una
situación muy peligrosa para todos, mucho más de lo que ya parecía, y se oyeron
críticas desde todas partes ante esa actuación, inaudita y sorprendente,
algunas de ellas con fundamento, otras con bastante demagogia. Yo defendí el
rescate, pese a que viola gran parte de mis convicciones económicas, porque era
un caso de fuerza mayor, el negocio bancario posee un carácter sistémico y su
colapso podría arrastrar a toda nuestra economía, y sociedad, a un pozo de una
profundidad y dimensión muy difícil de evaluar y, sobre todo, escapar. Se puede
discutir los detalles del rescate, el procedimiento, las consecuencias que ha
tenido para la sociedad y los integrantes de las ejecutivas bancarias, la forma
de gestionar las entidades, el proceso de salida, las consecuencias morales y
sociales, y muchos otros aspectos, pero el rescate era el mal menor ante un
desastre potencial mucho más grave. Pero dicho esto, hay que recalcar que el
caso bancario es especial, por su carácter sistémico y principal, y lo que los
gobiernos han hecho ante un sector excepcional no lo pueden convertir en una
norma de actuación común y corriente ante cualquier otro sector que, pese a su
importancia (todos la tienen en cierto grado) no es determinante como el sistema
financiero. Y ante nuevos rescates sectoriales debemos levantarnos en contra,
protestar y denunciar que lo que era excepcional no se puede convertir en
normal, que las inyecciones de testosterona en vena aplicadas para sobrevivir a
un infarto no se pueden administrar día sí y día también ante dolores de
espalda o de lumbares, a riesgo de dejar al cuerpo hecho una adicta piltrafa. Así,
vemos ahora como el gobierno, ante las reiteradas peticiones de las
concesionarias, y las amenazas de quiebra, planea realizar un rescate público
sobre las autopistas que, licenciadas hace ya una década, se encuentran al
borde del cierre, incapaces de afrontar sus gastos por la caída de la demanda
de unas infraestructuras que se diseñaron en tiempos de burbuja y demanda
creciente y que ahora lucen desiertas y vacías, sin tráfico que las utilice. En
su momento el crecimiento imparable de la demanda determinó que era necesario
construir nuevos ejes viarios de pago, especialmente para el acceso a Madrid,
las llamadas radiales, y en otros puntos de la red viaria, que mostraban síntomas
de congestión. El gobierno licitó las obras, las financió y sacó a concurso de
explotación, al que se presentaron una serie de empresas que, en base a unas
previsiones públicas de uso y ganancias derivadas de la explotación de las
infraestructuras, presentaron unas ofertas económicas para hacerse con la gestión.
El concurso se resolvió y adjudicó. Y llegó la crisis, y los coches no
aparecieron por las nuevas autopistas y las pérdidas crecieron a medida que
pasaba el tiempo. Las previsiones se mostraron falaces y las empresas, una a
una, amenazaron con la quiebra si el gobierno, licitador, no les ayudaba.
Ahora mismo nos encontramos en lo que parece una
negociación entre licitadores y gobierno sobre la cuantía de la quita que deben
asumir los primeros para que el segundo aporte recursos públicos que cubran el
agujero. Y esto es un error. No se debe hacer. El gobierno no debe rescatar
ninguna de estas autopistas, que si no son rentables deben quebrar como está
mandado, y las empresas concesionarias deben apechugar con las pérdidas y, en
su caso, demandar al gobierno si consideran que se presentaron a un concurso en
el que las condiciones ofertadas no eran realistas ni sinceras, y que sean los
tribunales los que dictaminen si deben ser compensadas o no, y en su caso en
que cuantía. Pero el instrumento del “rescate” no debe volver a ser utilizado.
Así de simple.
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