jueves, marzo 27, 2014

No tiene ningún sentido rescatar autopistas


La economía capitalista de mercado en la que más o menos vivimos es el mejor de los sistemas económicos, o el menos malo de los conocidos, como diría Churchill. Pese a sus limitaciones y problemas, que vemos día a día, posee innumerables ventajas, que nos han permitido experimentar grandes y sostenidos crecimientos económicos a lo largo de varias generaciones. Uno de los pilares ocultos, pero fundamentales, de este sistema, es la libertad individual y la responsabilidad que ello conlleva a la hora de crear un negocio. Si la cosa va bien, bien, pero si la cosa va mal… mal. Con este fin existen numerosas leyes que regulan el nacimiento, vida y quiebra (fallecimiento) de una empresa.

Es en este marco en el que se produjo el llamado rescate bancario hace un par de años, en el que los gobiernos de medio mundo destinaron enormes sumas de recursos públicos para rescatar a un sistema financiero que amenazaba con el colapso. Fue una situación muy peligrosa para todos, mucho más de lo que ya parecía, y se oyeron críticas desde todas partes ante esa actuación, inaudita y sorprendente, algunas de ellas con fundamento, otras con bastante demagogia. Yo defendí el rescate, pese a que viola gran parte de mis convicciones económicas, porque era un caso de fuerza mayor, el negocio bancario posee un carácter sistémico y su colapso podría arrastrar a toda nuestra economía, y sociedad, a un pozo de una profundidad y dimensión muy difícil de evaluar y, sobre todo, escapar. Se puede discutir los detalles del rescate, el procedimiento, las consecuencias que ha tenido para la sociedad y los integrantes de las ejecutivas bancarias, la forma de gestionar las entidades, el proceso de salida, las consecuencias morales y sociales, y muchos otros aspectos, pero el rescate era el mal menor ante un desastre potencial mucho más grave. Pero dicho esto, hay que recalcar que el caso bancario es especial, por su carácter sistémico y principal, y lo que los gobiernos han hecho ante un sector excepcional no lo pueden convertir en una norma de actuación común y corriente ante cualquier otro sector que, pese a su importancia (todos la tienen en cierto grado) no es determinante como el sistema financiero. Y ante nuevos rescates sectoriales debemos levantarnos en contra, protestar y denunciar que lo que era excepcional no se puede convertir en normal, que las inyecciones de testosterona en vena aplicadas para sobrevivir a un infarto no se pueden administrar día sí y día también ante dolores de espalda o de lumbares, a riesgo de dejar al cuerpo hecho una adicta piltrafa. Así, vemos ahora como el gobierno, ante las reiteradas peticiones de las concesionarias, y las amenazas de quiebra, planea realizar un rescate público sobre las autopistas que, licenciadas hace ya una década, se encuentran al borde del cierre, incapaces de afrontar sus gastos por la caída de la demanda de unas infraestructuras que se diseñaron en tiempos de burbuja y demanda creciente y que ahora lucen desiertas y vacías, sin tráfico que las utilice. En su momento el crecimiento imparable de la demanda determinó que era necesario construir nuevos ejes viarios de pago, especialmente para el acceso a Madrid, las llamadas radiales, y en otros puntos de la red viaria, que mostraban síntomas de congestión. El gobierno licitó las obras, las financió y sacó a concurso de explotación, al que se presentaron una serie de empresas que, en base a unas previsiones públicas de uso y ganancias derivadas de la explotación de las infraestructuras, presentaron unas ofertas económicas para hacerse con la gestión. El concurso se resolvió y adjudicó. Y llegó la crisis, y los coches no aparecieron por las nuevas autopistas y las pérdidas crecieron a medida que pasaba el tiempo. Las previsiones se mostraron falaces y las empresas, una a una, amenazaron con la quiebra si el gobierno, licitador, no les ayudaba.

Ahora mismo nos encontramos en lo que parece una negociación entre licitadores y gobierno sobre la cuantía de la quita que deben asumir los primeros para que el segundo aporte recursos públicos que cubran el agujero. Y esto es un error. No se debe hacer. El gobierno no debe rescatar ninguna de estas autopistas, que si no son rentables deben quebrar como está mandado, y las empresas concesionarias deben apechugar con las pérdidas y, en su caso, demandar al gobierno si consideran que se presentaron a un concurso en el que las condiciones ofertadas no eran realistas ni sinceras, y que sean los tribunales los que dictaminen si deben ser compensadas o no, y en su caso en que cuantía. Pero el instrumento del “rescate” no debe volver a ser utilizado. Así de simple.

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