Genocidio es uno de esos términos
que banalizamos con el uso casi diario, al aplicarlo a situaciones que nada
tienen que ver con el espanto y dimensión que conlleva esa palabra. Cuatro
muertos no son genocidio, mil muertes no son genocidio… ¿cuántas tienen que
ser? Muchas, demasiadas para poder imaginarlas. Hace hoy veinte años, no
doscientos ni tres mil, sólo veinte, un auténtico genocidio empezó a montarse
en Ruanda, África, y su dimensión mortuoria y su feroz y vertiginosa ejecución
aún causan asombro y espanto.
El 6 de abril de 1994 el avión en
el que viajaba el presidente ruandés, Juvénal Habyarimana, de etnia hutu,
facción moderada, fue abatido con un misil cuanto trataba de aterrizar, y esa
fue la señal para que los radicales hutus se hicieran con el poder, asesinasen
a otras muchas autoridades políticas, y pusieran en marcha su programa de
gobierno, que se podía resumir en tres palabras. Muerte al tutsi. Los tutsis
formaban una minoría étnica en el país, de mayoría hutu. Armados con machetes,
sin pistolas, fusiles o rifles, los hutus salieron de sus casas tal día como
hoy de hace veinte años con el único objetivo de cazar tutsis y matarlos. Espoleados
por las nuevas autoridades, jaleados por medios de comunicación que vomitaban
odio y mentiras, alentados por historias amañadas en las que los tutsis
eran la fuente de todo mal, la carnicería de los hutus fue rápida, concienzuda
y devastadora. En los tres meses que duró la ola de violencia murieron
asesinados unos 800.000 tutsis, sí, sí, casi un millón de personas en apenas
tres meses. Pueden realizar ustedes los cálculos sobre cuántas muertes suponen
al día, a la hora, y obtendrán unas cifras pasmosas a la par que terroríficas,
y todo ello con el simple y único uso de machetes. Fue un genocidio artesanal,
sin recurrir a infraestructuras de muerte o a alta tecnología, como hicieron
los nazis en los años cuarenta. Sólo fue necesario el uso de miles, cientos de
miles de afiladas hojas de acero y, eso sí, fuertes brazos movidos por el odio,
el absoluto odio al diferente. En eso este genocidio fue igual a todos los que
han existido y los que vendrán. Odio, mentiras, basura que corroe los corazones
y envenena las mentes, y convierte a las personas en odiadores, en sujetos que buscan
venganza a través de la muerte del otro, que no es visto como un igual sino
como alguien inferior. Las dimensiones y la crudeza de lo que sucedió en Ruanda
hace veinte años son, realmente, inimaginables. Hay decenas de memoriales
erigidos en todo el país para recordar lo que allí pasó, tratando de que ese
recuerdo se convierta en anestésico que impida que el odio resucite, y son
incontables los testimonios de supervivientes, que cuentan su pesadilla, que de
horrorosa parece un relato de ficción, pero que cuando se nos muestran y
enseñan en su cuerpo las mutilaciones y heridas sufridas nos hacen recordar que
esos relatos son verdad, que cuentan lo que han vivido e, increíblemente,
pueden recordarlo sin sentirse aplastados por una memoria de tanto dolor y
sufrimiento. Resulta descorazonador comprobar que, los mismos seres humanos que
padecieron tanto dolor pudieron ser los causantes del mismo, que en nuestro interior
anida todo el bien y el mal que podamos imaginar, y que si la bondad es inmensa
cuando la practicamos, también lo puede ser el odio. En Ruanda volvió a
fracasar el ser humano, como especie, como inteligencia, como proyecto.
Verán en la prensa muchos artículos donde se
recuerda lo que allí sucedió hace dos décadas, y donde también se critica la
pasividad del resto del mundo, que no hizo, que no hicimos, nada para evitarlo,
porque estaba lejos, eran pobres, negros, y a nadie le interesaba. Les
recomiendo el
fantástico programa de En Portada “El diablo anduvo suelto” en el que ese
maestro del reportaje que es Jose Antonio Guardiola vuelve a Ruanda, a los
escenarios de la barbarie. Y nos los pone delante de nuestros ojos, y nos hace
ver lo que allí pasó de la mano de los que aún pueden contarlo. Recordar para homenajear
a los caídos, no olvidar para no repetir algo así nunca más. Esa es la única
esperanza que allí queda.
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