miércoles, abril 02, 2014

Las palabras y los silencios de Rouco Varela


El lunes, tras un chubasco primaveral, con el suelo mojado y el cielo nuboso, tuvo lugar en la Catedral de La Almudena el funeral de estado por el alma de Adolfo Suárez, con lo que se cerró el capítulo de homenajes oficiales a su figura tras la muerte, acaecida una semana y un día antes. Todo el mundo estaba en la iglesia, y la ceremonia, oficiada por el Cardenal de Madrid Rouco Varela, fue solemne y con momento intensos. Sin embargo, serán unas palabras, desafortunadas, del sermón de Rouco, lo que quede como recuerdo de ese acto, lo que sin duda es de una gran injusticia para la memoria del homenajeado, Adolfo Suárez.

Rouco hizo ciertas alusiones a la coyuntura actual, a la necesidad de volver a un espíritu de concordia, que es el que prevaleció en la transición, y hasta ahí todo el mundo está de acuerdo, pero luego asoció el actual clima de crisis social con el que provocó la guerra civil de 1936, en un salto histórico carente de sentido y red, y llegó a considerar que el peligro de que vuelva a producirse un nuevo enfrentamiento civil existe. Esas palabras describen algo que no es cierto, suponen un gran error en lo histórico y lo conceptual, en alto o en silencio casi nadie las comparte, y serán asociadas a su figura durante mucho tiempo. Así concluía el que probablemente sea el último gran discurso público de Rouco Varela, una vez que Ricardo Blázquez ya ha sido designado como sucesor al frente de la Conferencia Episcopal y que la plaza que detenta en Madrid será cubierta en breve por un nuevo designio vaticano, dada la edad del Cardenal. No voy a dedicarme aquí a abroncar la figura de Rouco, polémica en grado sumo, por lo que ha dicho y hecho a lo largo de estos años al frente de la iglesia española, que ha sido mucho y muy opinable desde varios puntos de vista, sino a afearle la conducta, a él y a todos los demás miembros de la jerarquía eclesial española, por lo que no han hecho, por el silencio clamoroso que han guardado ante uno de los más graves y crueles asuntos que ha vivido la sociedad española. Me refiero, obviamente, al problema del terrorismo etarra, y la actitud silente, cuando no cómplice, del clero, tanto el tradicionalmente nacionalista, que ha ocupado hasta hace poco todo el poder religioso en el País Vasco, como el de las demás diócesis españolas. Durante décadas se han sucedido los asesinatos perpetrados a manos de ETA, y no diré nunca, pero casi, se ha escuchado una voz religiosa que los condene. En los años en los que Adolfo Suárez era presidente casi cien personas morían cada año tiroteadas, reventadas por bombas, asesinadas a sangre fría, y sus familiares veían como los funerales se hacían a escondidas, por miedo y vergüenza, soportando las miradas de una sociedad que los arrinconaba y de un cura que, las más de las veces, los acusaba a ellos de provocar, de ser merecedores de lo que les había pasado. En las décadas posteriores el ritmo de la muerte decreció, pero no la vileza de sus autores y colaboradores, y ahí siguió la iglesia callada, muda, ante el pecado, sin decir nada. Convocando ruidosas manifestaciones para defender privilegios adquiridos o derecho religiosos, pero nunca para arropar a las víctimas del terrorismo o para ofrecer un mínimo consuelo, algo de caridad cristiana. Hubo, es cierto, sacerdotes que se desmarcaron de esta postura hipócrita, y que se jugaron el tipo, presentándose a las elecciones municipales en los noventa en las listas no nacionalistas, pero fueron una minoría, y tuvieron que soportar el insultos de muchos de sus feligreses, y el desprecio de la jerarquía eclesial, que los veía como algo peligroso, algo que acercaba el miedo a que ETA atentase contra la iglesia, cosa que nunca ha hecho, porque la iglesia nunca se le ha opuesto.

Con Rouco, Blázquez y nuevamente Rouco al frente, la iglesia española, seguramente con el beneplácito del Vaticano, ha callado y traicionado a su compromiso de fe al abandonar a las víctimas del terrorismo. El enfrentamiento que durante décadas han mantenido gobiernos y jerarquía eclesial ha sido, a mi modo de ver, por cuestiones importantes, pero moralmente ridículas en comparación con la muerte, el asesinato y la cobardía, a la que nadie prestó caso. Por eso, en la marcha de Rouco y la nueva llegada de Blázquez, mi juicio ante ambos es y será muy duro, pero no por lo que hayan dicho, no, sino por lo mucho que han callado durante todos estos años, y por lo que aún no han pedido perdón.

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