El lunes, tras un chubasco
primaveral, con el suelo mojado y el cielo nuboso, tuvo lugar en la Catedral de
La Almudena el funeral de estado por el alma de Adolfo Suárez, con lo que se
cerró el capítulo de homenajes oficiales a su figura tras la muerte, acaecida
una semana y un día antes. Todo el mundo estaba en la iglesia, y la ceremonia,
oficiada por el Cardenal de Madrid Rouco Varela, fue solemne y con momento
intensos. Sin
embargo, serán unas palabras, desafortunadas, del sermón de Rouco, lo que quede
como recuerdo de ese acto, lo que sin duda es de una gran injusticia para
la memoria del homenajeado, Adolfo Suárez.
Rouco hizo ciertas alusiones a la
coyuntura actual, a la necesidad de volver a un espíritu de concordia, que es
el que prevaleció en la transición, y hasta ahí todo el mundo está de acuerdo,
pero luego asoció el actual clima de crisis social con el que provocó la guerra
civil de 1936, en un salto histórico carente de sentido y red, y llegó a
considerar que el peligro de que vuelva a producirse un nuevo enfrentamiento
civil existe. Esas palabras describen algo que no es cierto, suponen un gran
error en lo histórico y lo conceptual, en
alto o en silencio casi nadie las comparte, y serán asociadas a su figura
durante mucho tiempo. Así concluía el que probablemente sea el último gran
discurso público de Rouco Varela, una vez que Ricardo Blázquez ya ha sido
designado como sucesor al frente de la Conferencia Episcopal y que la plaza que
detenta en Madrid será cubierta en breve por un nuevo designio vaticano, dada la
edad del Cardenal. No voy a dedicarme aquí a abroncar la figura de Rouco,
polémica en grado sumo, por lo que ha dicho y hecho a lo largo de estos años al
frente de la iglesia española, que ha sido mucho y muy opinable desde varios
puntos de vista, sino a afearle la conducta, a él y a todos los demás miembros
de la jerarquía eclesial española, por lo que no han hecho, por el silencio
clamoroso que han guardado ante uno de los más graves y crueles asuntos que ha
vivido la sociedad española. Me refiero, obviamente, al problema del terrorismo
etarra, y la actitud silente, cuando no cómplice, del clero, tanto el
tradicionalmente nacionalista, que ha ocupado hasta hace poco todo el poder
religioso en el País Vasco, como el de las demás diócesis españolas. Durante
décadas se han sucedido los asesinatos perpetrados a manos de ETA, y no diré
nunca, pero casi, se ha escuchado una voz religiosa que los condene. En los
años en los que Adolfo Suárez era presidente casi cien personas morían cada año
tiroteadas, reventadas por bombas, asesinadas a sangre fría, y sus familiares
veían como los funerales se hacían a escondidas, por miedo y vergüenza,
soportando las miradas de una sociedad que los arrinconaba y de un cura que,
las más de las veces, los acusaba a ellos de provocar, de ser merecedores de lo
que les había pasado. En las décadas posteriores el ritmo de la muerte
decreció, pero no la vileza de sus autores y colaboradores, y ahí siguió la
iglesia callada, muda, ante el pecado, sin decir nada. Convocando ruidosas manifestaciones
para defender privilegios adquiridos o derecho religiosos, pero nunca para
arropar a las víctimas del terrorismo o para ofrecer un mínimo consuelo, algo
de caridad cristiana. Hubo, es cierto, sacerdotes que se desmarcaron de esta
postura hipócrita, y que se jugaron el tipo, presentándose a las elecciones
municipales en los noventa en las listas no nacionalistas, pero fueron una
minoría, y tuvieron que soportar el insultos de muchos de sus feligreses, y el
desprecio de la jerarquía eclesial, que los veía como algo peligroso, algo que
acercaba el miedo a que ETA atentase contra la iglesia, cosa que nunca ha
hecho, porque la iglesia nunca se le ha opuesto.
Con Rouco, Blázquez y nuevamente Rouco al
frente, la iglesia española, seguramente con el beneplácito del Vaticano, ha
callado y traicionado a su compromiso de fe al abandonar a las víctimas del
terrorismo. El enfrentamiento que durante décadas han mantenido gobiernos y
jerarquía eclesial ha sido, a mi modo de ver, por cuestiones importantes, pero
moralmente ridículas en comparación con la muerte, el asesinato y la cobardía,
a la que nadie prestó caso. Por eso, en la marcha de Rouco y la nueva llegada
de Blázquez, mi juicio ante ambos es y será muy duro, pero no por lo que hayan
dicho, no, sino por lo mucho que han callado durante todos estos años, y por lo
que aún no han pedido perdón.
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