Nos recibe Madrid a los que hemos
vuelto de vacaciones con su cara más fría y oscura. Completamente cubierta de
nubes, empapada tras una noche de chubascos intensos y con la sensación de que
hoy será un día ideal para despojarse de los recuerdos soleados de los días
pasados, santos o veraneantes, ociosos en todo caso, y disfrutados bajo un sol
casi generalizado, que ha hecho que el tópico que señala que por Semana Santa
siempre llueve este año no se cumpla. Sí será cierto para los que hoy, Lunes de
Pascua, tengan fiesta, pero estarán de acuerdo conmigo que este año ha hecho
muy buen tiempo.
Pasar la Semana Santa en, por
ejemplo, Elorrio, mi pueblo, es como irse al extranjero. Viendo por televisión
las interminables procesiones, alardes y desfiles que se dan en cada uno de los
pueblos que son de interés turístico y cultural, demasiados, mirar por la
ventana de mi casa ofrece una imagen completamente distinta. Una localidad que,
como cada vez que hay festivos, se vacía, en la que la gente huye hacia
destinos vacacionales, pueblos de origen o, simplemente, buscando el reposo que
no encuentra en su residencia habitual, y deja las calles vacías, silenciosas,
con huecos para aparcar donde habitualmente no hay manera de poner el coche, y
silencio, mucho silencio. Con las fábricas paradas, los coches aparcados y los
pisos vacíos estos días son de silencio sepulcral. Pudiera usted pensar que
roto por el tañer de las procesiones, pero no. En ese silencio no se mueve casi
nada. En mi pueblo no hay procesiones ni demás eventos típicos de estas fechas,
y las misas de los días santos no son sino celebraciones que se producen a una
hora algo distinta a la habitual, pero poco más. Acompañando a mi madre he
asistido a casi todas ellas, y en algunas creo que he sido el más joven de
todos los presentes, lo que a cada año que pasa dice menos dada mi menor
lozanía. Media entrada, edad elevada, silencio y comentarios a la salida sobre
achaques, dolores, vistas hospitalarias, tratamientos y otras dolencias. Y
luego el vacío. Acompañados este año por un sol casi de verano, inusual, y unas
temperaturas cálidas, la entrada y la salida de misa era un ritual en el que
los viejos del pueblo aprovechan para saludarse, dado que en pocas ocasiones
más se ven, y en algunos casos para despedirse, no vaya a ser que la próxima
cita tenga lugar ya en el otro mundo. Miradas algo perdidas, deambulantes, piernas
inestables, y todo el muestrario imaginable de cachavas, muletas, palos, apoyos
y demás ayudantes para el camino, que para muchos es el del calvario, que
separa su portal de la iglesia. Si uno tiene que buscar las raíces o la
revitalización de su fe en estos escenarios, no la va a encontrar, sospecho.
Más bien descubrirá la cara decrépita, el ocaso de una tradición, la lenta
agonía de una fe que quizá fue viva en el pasado pero que se marchita poco a
poco a medida que el relevo generacional se apaga. Sin turistas que jaleen,
hagan fotos o se emocionen, el cortejo de penitentes que soportan bajo sus pies
el peso de su edad sale de la iglesia y, a ritmo de paso, se encamina hacia su
casa, dispersándose poco a poco en silencio, ni roto por palmas ni por
trompetas ni por flashes. El silencio más absoluto.
Y luego, poniendo la tele, ve uno los
despliegues de Semana Santa del sur, del norte y de otras partes, en los que me
da la impresión de que la fe cada vez cuenta menos, frente al espectáculo, el
costumbrismo, el turismo y el negocio. Procesiones en las que hay codazos por
participar, quizás para penitenciar, seguro que para figurar. Y en compañía de
miles de personas que no quitan sus ojos de las imágenes, los pasos avanzan lentos,
solemnes, por las calles atestadas, mientras que, a la misma velocidad, los últimos
viejos llegan a sus casas en mi pueblo, en medio del silencio y la soledad.
Porque no todas las Pasiones son iguales.
2 comentarios:
Emocionante crónica. Gracias, David.
Muchas más gracias a ti
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