Ayer tuvo lugar en Londres la
ceremonia anual de entrega de los premios restaurant, que consagran a los
mejores restaurantes del mundo. Tras
un año como líder de la clasificación, el Celler de Can Roca, local sito en
Gerona, fue desbancado por el danés Noma, que ostentaba el número uno hasta
que los hermanos Roca le arrebataron esa posición hace un año. Hay otros dos
restaurantes españoles entre los diez primeros (Aduzir y Arzak) y muchos otros
entre los cincuenta, en los que, al parecer, no figura ningún japonés. Es
probable que la fiesta se celebrara hasta altas horas de la noche en medio de
un ambiente de elevado lujo.
Todos los que me conocen saben, y
me critican y achacan, mi nulo gusto culinario, mis extraño paladar (concretamente
todo lo que no me gusta, que es muchísimo) y mi desprecio hacia la comida y
todo lo que ella conlleva. Y en estos tiempos en los que los fogones han sido
encumbrados hasta los altares más selectos esta faceta mía aún es más sórdida y
repugnante. Sin embargo, seguiré fiel a ella pese a quien le pese. Y sin entrar
en gustos personales, seguiré siendo una especie de lunático Don Quijote que,
en medio de la soledad, no me cansaré en denunciar hasta qué punto todo lo
relacionado con la cocina se ha convertido en una enorme burbuja de diseño,
impostura, maneras y orgullo difíciles de soportar. Los chef son dorados como
reencarnaciones de artistas, que así se les llama en muchos lugares, se les
otorga un poder absoluto, que pueden utilizar con mimo o desprecio, tanto hacia
sus empleados como los comensales, enarbolando unas formas que ni a los
banqueros se les permiten, y todo lo que se vincula a la gastronomía se ha
convertido en uno de los negocios más boyantes de los que existen. Programas de
televisión, revistas, series, especiales, concursos… vaya uno donde vaya se
encuentra a un señor, mucho más que a una señora, con un delantal, haciendo no
se que cosas, poniendo a parir a quien no las hace, y exaltando los supuestos
valores de un plato que él ha hecho y que pareciera una indignidad que fiera
comido por unas bocas que no saben apreciar su arte. Y no, la cocina no es
arte. Es una necesidad, un negocio, una técnica, una forma de hacer las cosas,
una manera de preparar los alimentos, una distracción, un entretenimiento, pero
no es arte. Ahora, con la excusa del arte y las “experiencias” (Consejo,
manténganse muy alerta cuando vean esa palabra en torno a cualquier cosa o
situación) ir a comer a algunos sitios se ha convertido en una inversión
enorme, algo al alcance de muy pocos, de un sibaritismo que se exhibe sin pudor
alguno, de algo de lo que poder presumir sin que genere mala conciencia, de
alardear delante de los conocidos de haberse gastado un montón de euros en
cenar en no se qué lugar y observar, con deleite, como el resto alaba nuestro
gusto, nos mira admirados, con tono de envidia y pone nuestro ego a la altura
de los vapores que se escapan de una olla mal cubierta. Mercados gastronómicos
que disparan los precios de sus productos, bares y barras de tapas que, subidos
a la burbuja, hacen que las recetas de siempre se decoren de manera psicodélica
y sus precios sufran una inflación desatada… todo por eso que se da en llamar “sentir
una experiencia” que al final se traduce en que la cartera de uno es la que más
“siente”.
Es necesario comer bien, de
manera sana, variada y nutritiva, y se que yo no lo hago, pero la ostentación
en la que se ha subido este mundo empieza a parecerme auténticamente
insufrible, y la tontería que lo rodea, aún más. Se que mi voz clama en el
desierto, y en este asunto aún más, pero comprobar como gran parte de la
humanidad sigue pasando hambre mientras en los países desarrollados la obesidad
empieza a ser epidémica y la gente se gasta enormes sumas en productos orgánicos
o que estén de moda me parece un comportamiento fuera de todo lugar. Y es que en
este caso, además de desnudo, el emperador está sometido a un constante ataque
de gula
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