Finalmente la proclamación de
Felipe como el VI de los monarcas de tal nombre en la historia de España fue,
aunque parca, lo suficientemente solemne y pomposa como para no parecer rácana.
El acto en el Congreso, el desfile por las calles de Madrid, no muy llenas, y
la salida al balcón del Palacio Real ofrecieron imágenes bonitas, dignas, lejos
de la exuberancia de otras casas reales europeas y de repúblicas cercanas
(miren la que montan en Francia cada cinco años) pero suficientes para que el
acto transcurriese de acuerdo a la magnitud de lo que se estaba celebrando, y
sin excesos de ostentación, en unos tiempos en los que nada de eso está
permitido.
Lo más interesante del todo era
el discurso que debía pronunciar el ya Rey. Se le notaba nervioso, quizás
porque era el momento que llevaba esperando toda la vida, y lo declamó peor de
lo que en él suele ser habitual. Hay
muchas cosas relevantes en lo que dijo, pero yo quiero fijarme especialmente
en el aspecto de la ejemplaridad, y lo que ella pueda proporcionar de soporte a
la propia vigencia de la monarquía como institución. Ser Rey en occidente en el
siglo XXI es poco más que portar un título vacío de significado y lleno de
obligaciones morales. Puede que la legitimidad de quien ocupa el trono se
derive de unos derechos dinásticos provenientes del pasado, pero realmente es
el pueblo, el dueño de la soberanía, quien determina que exista (o no) un Rey.
Por ello, vaciado de poder, la figura de monarca debe encarnar los valores que
la sociedad reclama, dado que no siendo elegido por ella, a ella se debe por
entero. Esto Felipe VI lo sabe muy bien. Su comportamiento, actitud, discurso,
mensaje, debe estar libre de toda mancha asociada a corrupción, despilfarro, y
a cualquier otra categoría de comportamiento que asociemos a indignidad. Frente
a su padre, que recibió la corona del pasado y supo ganársela como garante de
la democracia durante sus primeros años, Felipe llega al trono investido con el
título de Rey pero con una corona pendiente de adquisición, que ocupa en
alquiler, y que sabe muy bien que deberá ganársela día a día, con sus actos y
hechos. Y sólo desde una posición de conducta ejemplar podrá ir adquiriendo la
legitimidad que ayer se le refrendó legalmente, pero que no tiene aún valor
social. En una sociedad descreída de todo, harta de ver como su dirigencia es
incapaz de atajar la corrupción que parece no tener fin, y en medio de una
crisis económica y política que amenaza con arrasarlo todo, sólo el ejemplo de
virtud podrá arrastrar a las masas, sólo un Rey que se vea como estandarte del
compromiso social, de la buena fe, de la acción valiente en favor de las causas
justas, y que no robe, no delinca, no estafe, no se apropie dinero de la caja,
no aparque en doble fila y no eluda sus obligaciones podrá ser elevado a rango
de Rey para un pueblo que y no confía en casi nadie, y no le falta razón para
ello. En su filosofía, Javier Gomá ha desarrollado ampliamente el concepto de
ejemplaridad, y la teoría profunda del ejemplo como auténtica y profunda
palanca de cambio, como llave que abre las puertas, frente a las palabras que
muchas veces se quedan en el dintel. En una actualización del dicho bíblico “por
sus hechos les conoceréis” Gomá parece querer decir algo así como “por su
ejemplo lo juzgaréis” y es así efectivamente como sucederá. En el largo y
complejo camino que tiene Felipe VI por delante su ejemplo será la vara de
medida de su reinado, y la vía por la que será juzgado por la sociedad y su
tiempo. El reto es enorme, confiemos en que sea capaz de superarlo.
Pero, pese a todo, debemos tener muy en cuenta
algo que los medios y la sociedad parecen estar olvidando. Vivimos en una
monarquía constitucional en la que el Rey reina pero NO gobierna. Sus funciones
son las de representar al estado y el ser moderador y árbitro en la vida política,
pero sin meterse en ella. Son los políticos, y la sociedad a la que ellos
representan quienes deben, debemos, solucionar los problemas que padecemos.
Felipe VI ni tiene poder para hacerlo ni, afortunadamente, puede acceder a él.
Su papel será importante, sin duda, pero no caigamos en el error de pensar que él
nos salvará de nuestra desgracia, porque ni puede ni debe.
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