Ayer, tras ser avisado por parte
de la tienda que ya tenía mi bici reparada (cambio de cámaras por unas
antipinchazos y nueva cubierta trasera) me fui de casa en bus hasta el taller pertrechado
para, una vez cogida y pagada la reparación, lanzarme a uno de los deportes de
riesgo más emocionantes y peligrosos que existen, casi comparable al salto base
o al descenso de cañones en época de tormenta y crecidas. Me refiero,
obviamente, a meterse con una bici entre el tráfico urbano de Madrid, de vuelta
para casa. Una sensación única, irrepetible, y que demanda piernas pero, sobre
todo, doce ojos, seis oídos y grados de atención más allá del alcance del
cerebro humano.
Justo
en esta semana se ha puesto en marcha el programa público de alquiler de
bicicletas, impulsado por el Ayuntamiento para engancharse a la moda de la
bici que surge en todas las ciudades y como una nueva vía de recaudación. Tras
un inicio titubeante, en el que el sistema informático se cayó, habrá que
esperar algunas semanas para ver cómo funciona en una esta ciudad la nueva
oferta de movilidad. Lo cierto es que espero los datos con bastante curiosidad,
porque los años que llevo viviendo aquí me han demostrado que Madrid es una
ciudad especialmente hostil a todo lo que no sea coche. Motos, bicis, peatones,
todos vivimos en un entorno no sólo diseñado exclusivamente para los coches,
que también, sino en un entorno social en el que el uso de la bici, más allá de
lo deportivo de fin de semana, sigue viéndose como algo excéntrico, propio de
un postureo modernista y, en la mayor parte de los casos, objeto de mofa y
ridículo. A ello se debe sumar que esta ciudad, inmensa, no es llana, ni mucho
menos. Aunque esté en la meseta y eso pueda hacernos pensar que es plana, hay
cuestas por todas partes, algunas tendidas pero constantes y muy largas como,
sin ir más lejos, toda la castellana, y otras cortas y duras, como las que
llevan desde Lavapies o puerta de Toledo al centro, por ejemplo. Frente a un
Berlín o Amsterdam, en los que parece que el terreno se niveló de manera
artificial para hacerlas llanas, y con una simple pedalada uno puede llegar
casi hasta el final de la urbe, Madrid exige al ciclista esfuerzo físico y
sacrificio en la cuesta. Esa es la razón esgrimida para justificar que todas
las bicis del programa de alquiler sean eléctricas, ofreciendo así una ayuda en
las cuestas. Pero salvadas las dificultades orográficas, que no son pocas, dos
son los principales obstáculos para extender el uso de la bici en la ciudad.
Uno, solucionable a corto plazo, es el de la creación de infraestructuras de
uso, carriles acondicionados y rutas por las que poder utilizar la bici de
manera segura. Más allá del anillo ciclista, que circunvala la ciudad, y que
está bien para hacer deporte pero no para ir de un lado a otro, el Ayuntamiento
ha construido algunos carriles por el centro que sirven más para el lucimiento
turístico que para el uso del pedal. Hay que empezar a reservar espacios,
delimitarlos y controlarlos, para otorgar a la bici un entorno en el que pueda
servir y ser segura. Sino, en la selva del tráfico, soltada en medio de la
marabunta, perecerá. El otro problema, el de fondo y de solución más lenta y
compleja, es el del hábito social, al que antes me he referido un poco de
pasada. La bici no es un obstáculo, un petardo que ocupa mi carril, un estorbo
que me impide avanzar, sino otra persona en otro vehículo, distinto al coche,
que va camino a su destino como yo. Cambiar esta idea y lograr que las calles y
sus carriles sean de quienes transitan por ellas, independientemente del vehículo
en el que lo hagan, va a ser lo más difícil de todo, y requerirá mucha educación,
concienciación, vigilancia de las autoridades y, sospecho, sanciones, para que
finalmente la convivencia se imponga y se haga natural.
¿Qué acabará pasando? No lo se, pero quiero ser
optimista. El hecho mismo de que este debate ahora mismo esté en la calle es un
avance, porque hace unos años hubiera sido, directamente, impensable. La crisis
ha contribuido mucho a que la gente vea también la bici como una forma de
ahorro económico, pero creo que es un vehículo que, más allá de la coyuntura,
tiene un enorme futuro como alternativa de movilidad urbana. El caso de Sevilla
es una muestra del éxito que ha tenido una iniciativa ciclista por la que casi
nadie apostaba y muchos veían como exótica, y hoy en día es una realidad
consolidada. Así que manos a la obra, a los pedales mejor dicho, y a ver si
empezamos a civilizar las calles de esta querida, pero agreste, ciudad.
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