Es incuestionable que la
abdicación de Juan Carlos I es un hecho histórico, su reinado dura ya 39 años y
es la primera abdicación que se da en España desde hace unos tres siglos, por
lo que es comprensible el despliegue de los medios de comunicación, y vayan
preparando los carritos si quieren adquirir los ejemplares que editen las
revistas del corazón cuando se produzca la coronación de Felipe, el sexto de
idéntico nombre. Pero junto con este despliegue aparecen, como no podía ser de
otra manera, los aprovechados, los que todo lo sabían ya cuando nadie lo sabía
y los que hasta el Lunes a las 10 de la mañana tenían una opinión sobre el tema
y, media hora después, defienden ardorosamente la contraria.
Recuerdo
cuando en Enero, con motivo de la Pascua militar, el rey pronunció un pequeño
discurso en el Palacio Real, y ofreció una imagen muy triste. Desorientado,
cansado, incapaz de terminar el texto que tenía escrito, con notables problemas
de dicción, y con la sensación de que podría caerse de un momento a otro. Tras
esa escena surgieron nuevamente voces que demandaban una abdicación, una
renuncia, aunque fuera simplemente por las condiciones físicas que había
ofrecido el monarca. Pues bien, una corte inmensa salió en tromba negando la
mayor, aduciendo que todo había sido por problemas de iluminación de la sala
(silencioso pero indisimulado cachondeo general el que produjo esta cutre
excusa) y que el Rey ni iba a abdicar entonces ni lo haría en el futuro. Fueron
muchos los articulistas, opinadores y editoriales que se manifestaron en este
sentido, defendiendo una postura que, a la vista de lo sucedido, se antojaba
imposible. A medida que la salud del Rey ha ido mejorando a la vista de todos
la posición de los minoritarios abdicacionistas se iba apagando, pero llega el
Lunes, Rajoy sale a la palestra para comunicar esa decisión nunca deseada… y
todo son elogios, loas y aplausos a la actitud de renuncia del monarca. Los
que, furibundos, acusaban a los defensores de la renuncia de atacar la figura
del Rey y menospreciar a la institución llevan un par de días ensalzando el
gesto de modernidad y sacrificio que ha realizado Juan Carlos en aras de la
institución, el país y su hijo, usando exactamente los mismos argumentos que
vilipendiaban hace escasos meses, en un ejercicio de transformismo tan veloz
como arriesgado. Todo esto es bastante cómico. Y de hecho lo vimos de una
manera muy similar hace un año con motivo de la histórica renuncia de Benedicto
XVI quien, por cierto, tras su abdicación como Papa, dejó claro a todo el mundo
que ya no hay cargos vitalicios, y que la renuncia nos puede llegar a todos,
salvo a la Ministra de Sanidad de Ana Mato, o a Maleni, la del BEI, que no se
irán salvo que los prorusos de Kiev les ataquen con fuego de mortero. Bien,
vimos como Juan Pablo II moría ante el mundo en un proceso lento y doloroso, y
los que defendían que debía renunciar se enfrentaron a críticas feroces, en las
que les acusaba de todo, incluidos pecados mortales, dado el cariz religioso
del asunto. Fallecido el Papa polaco, llega Benedicto XVI, un hombre bueno,
carente del carisma de su predecesor, culto, sin fuerzas físicas ni
estratégicas para poder poner en orden un Vaticano desmadrado, en lo económico
y lo moral, y viéndose incapaz de ejercer la tarea que debe emprender, va y
renuncia. Bombazo. Y entonces todos los apologetas de la continuidad hasta la
muerte… viran en cinco minutos y se convierten en adalides de la renuncia,
alaban el sabio gesto de Su Santidad y reescriben artículos, editoriales,
libros y pensamientos, que eran constantes desde hace décadas, quedándose con
el culo al aire, expresión no muy vaticana pero si muy gráfica.
¿Qué sucede? Que la vida es mucho más compleja
de lo que uno pueda llegar a imaginar, y toda esa cantidad de opinadores no son
en el fondo nada más que pelotas, aduladores de un personaje, figura o cargo,
que dirán que todo lo que de ese personaje emane está bien, sea una cosa o la
contraria, y que si la referencia vira, se verán obligados a virar con ella.
Esa actitud es, aunque no lo parezca, una de las que más daño hace a la persona
a la que dicen venerar. Todos podemos y debemos estar sujetos a críticas y
alabanzas, porque haremos cosas bien y mal. El seguidismo ciego es infantil,
irracional y acaba generando enormes ridículos. Evitémoslo, tanto nosotros como
aquellos que dicen saber y opinan al respecto de casi todo, pero que demuestran
en demasiadas ocasiones que poseen un guion muy cerrado.
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