Llego a Madrid tras una semana de
vacaciones en Elorrio y la encuentro como todos los veranos, recalentada,
sudorosa, ardiente, sin tregua alguna para el que a ella llega, esperando al
visitante con la afilada daga del calor, presta a clavarla cuando menos se lo
espere, quizás por la noche, en medio de un sueño mediodesvelado que se revela
húmedo pero no por la pasión, sino por el mero calor que todo lo rodea. La
imagen del verano, rural o urbana, es la de sed, sudor y siesta, que dijo el
clásico meteorólogo. Madrid la cumple a rajatabla.
Días tranquilos por arriba, sin
mucha cosa que contar, pero todo lo contrario en el mundo, que parece haberse
vuelto loco, no se si por el calor o porque ya le tocaba. Poner los telediarios
esta semana era adentrarse en un curso acelerado de geopolítica internacional
que te iba llevando de guerra en guerra, de conflicto en batalla, sin solución
de continuidad. Ahora mismo tenemos abiertos dos frentes muy claros que pintan
mal y que no van a ser de rápida solución. Por una parte se encuentra Ucrania,
donde el derribo del avión comercial por parte de los prorusos volvió a
proporcionar gasolina al conflicto y relevancia mediática. Antes del suceso del
avión se mataban en torno a la treintena de personas al día en las zonas en
disputa entre Rusia y Kiev, pero el tema ya había dejado de ser portada. La
salvajada del avión volvió a llevar a los periodistas sobre el terreno, y de
mientras los editores lo consideren útil, nos contarán como se siguen matando
día a día en el este del país, sin que haya información fiable más allá de la
propaganda de uno y otro bando y la constatación de que lo que allí pasa es muy
feo. El otro conflicto, agudizado estas últimas semanas, es el de la guerra
entre Israel y Hamás, que cuesta la vida sobre todo a los palestinos que
malviven en la franja de Gaza. Más de mil muertos en un área especialmente
sensible, un Israel que no cesa de bombardear para ganar una guerra que,
militarmente, es imposible que pierda, pero que de hecho ya ha perdido en los
demás frentes, ante un Hamás que brinda con te (dado que no pueden tomar
alcohol) cada vez que unos niños palestinos son asesinados, a sabiendas de que
esa es la propaganda que necesita para reforzarse en la franja y adquirir
respetabilidad. Y no podemos olvidar que esta guerra de Gaza se da en medio de
la ya continua y desatada guerra que se vive en medio mundo islámico, entre
chiitas y sunitas. En la práctica uno puede viajar desde las costas de Gaza
hasta el estuario de Basora, de momento en Irak, de guerra en guerra, de
disparo en bombazo, sin solución de continuidad, todo ello aderezado con
algunos conflictos locales como el que se vive en Libia, el caos absoluto, y
las frecuentes y olvidadas campañas terroristas que Al Queda desata en Yemen
cada dos por tres. La zona en su conjunto parece caminar hacia una
inestabilidad cada vez más acusada y profunda, y es muy difícil saber en qué va
a desembocar. La influencia de las potencias occidentales cada vez es menor y
el peso de las potencias regionales, el chií Irán y la suní Arabia Saudí, que se
enfrentan a través de peones por ellos controlados (IS, Hamas, Hezbola, Al
Asad, etc) se encaminan cada vez más hacia un punto en el que, si nadie lo
evita, lucharán de tú a tú, lo que hace más necesario que nunca el acuerdo con
Teherán para la renuncia de su programa atómico. Todo, como ven pesadillesco.
Si en el caso de Ucrania el conflicto se prevé
largo, en oriente, próximo y medio, es ya eterno. Cada propuesta de paz para el
caos entre Israel y Palestina se salda con un débil acuerdo que resulta ser
roto por una violencia de intensidad superior a la pasada. EEUU no logra sentar
a ambas partes en la mesa, y si antes uno de los problemas era que los árabes
le acusaban de parcialidad proisraelí, ahora puede darse el caso de que en
Jerusalén tampoco sea el amigo americano tan bien visto como lo fue en el
pasado. Y no tengo dudas de que estas bombas de hoy serán la mecha que encienda
nuevas bombas en el futuro. Así de caliente se nos presenta el verano.
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