Decía Ortega en sus tiempos que
llega una hora de la tarde en Madrid en la que, si no das una conferencia, te la
dan. Con los años esto ha dio a más, aún si cabe, y la oferta de actos,
charlas, coloquios y debates puede llegar a abrumar. Ayer por la tarde estuve
en uno de ellos, organizado por ECFR y El País,
que versaba sobre el riesgo que corre Europa ante el mal llamado Estado Islámico,
mucho mejor denominarlo Daesh, y el papel de todos los países y actores que están
implicados en las guerras de oriente medio en las que Daesh actúa sin piedad ni
freno. La sala en la que tuvo lugar el evento se llenó por completo.
Las intervenciones, varias,
breves y directas, fueron muy interesantes, pero no quiero hablarles hoy sobre
ese tema en concreto, sino sobre una figura que suele ser muy habitual en toda
charla o presentación, que es la del espontáneo que vive de ser el protagonista
allá donde vaya. Con complejo de niño en el bautizo, marido en la boda y cadáver
en el funeral, este personaje lucha por alcanzar el micrófono en cuanto se pone
a tiro y, una vez atrapado, no lo suelta, aprovechando para pegar un discurso
que viene a ser, resumidamente “yo lo se todo y vosotros sois unos inútiles”.
Ayer tuvimos un espécimen de este tipo de los que podrían catalogarse de
primera división, de la élite. Acabadas las intervenciones, el turno de
preguntas se llevaba a cabo mediante unas tarjetas que estaban sitas en cada
silla, en las que los interesados podían escribir sus peticiones y pasárselas
al personal de la sala, que las llevaba todas a la mesa. El moderador leyó
cinco o seis de esas preguntas, bastante interesantes, la verdad, y fueron
respondidas cada una por uno de los participantes en la charla. Tras la quinta
respuesta, levantó la voz una persona que se encontraba sentada en torno a la
mitad del aforo (yo estaba bastante atrás) con una voz potente, quejándose de
que él era musulmán y que no habían leído su pregunta, y que no le extrañaba. El
señor, mayor, delgado, de ojos azules, escasa barba y poco pelo, vió como el
moderador enseñaba un amplio fajo de tarjetas, que contenían muchas más
preguntas de las que el tiempo del acto permitía contestar, pero el espontáneo
no se rindió, ni mucho menos, pese a que alguien del personal del local se
acercó para que se comportara de una manera más tranquila. Amparado en su voz y
en el murmullo desconcertado del resto de asistentes, soltó un discurso de un
par de minutos sobre Argelia en los años noventa, la victoria democrática del
FIS y la represión de los militares argelinos tras el golpe de estado que
impidió a los islamistas hacerse con el poder, y el apoyo occidental a esa
postura, y acusó a los ponentes de defender esa actitud y de saber muy bien
porqué occidente y el capitalismo tienen miedo a un islam poderoso, todo ello
en medio de una soflama de cada vez mayor intensidad gutural y peores modales.
El moderador pidió a uno de los ponentes que le contestase e hizo lo que pudo, sin
que en ningún momento el espontáneo dejara de interrumpirle y “argumentar” que
el desconocimiento de los expertos y su hipocresía eran ambos de grandes dimensiones.
Finalmente, con el tiempo pasado, era evidente que la única manera de acallar
al protagonista era dar por terminado el acto, y eso es lo que sucedió, con un
aplauso final de todos los presentes salvo, intuyo, el valiente charlatán.
Supongo que en su fuero interno ese señor se
sentiría muy satisfecho por haber logrado hacerse oír, por acaparar un
protagonismo que no le correspondía, por exponer su tesis, y hacerlo de una
manera que era la antítesis de lo que entendemos como un debate formal y
educado. En casa, por la noche, estaría feliz, realizado, orgulloso y, me temo,
consultaría la agenda para ver qué conferencias se celebran hoy y a cual le
apetece ir para alterarla, para demostrar que él es el mejor y que los demás no
saben nada de nada. Y así de felices en la vida hay no unos pocos. Cuídense de
ellos la próxima vez que acudan a un acto similar.
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