La interminable crisis griega ha
vivido este fin de semana otro apasionante capítulo en el que, como en las
mejores tramas, la realidad ha dado un nuevo giro y nada de lo que se suponía
ha pasado. Se esperaba, tras la nueva propuesta griega, salida tras el referéndum
del No, que los socios comunitarios acabaran aceptándola, dado que ya era de
por sí más complaciente con los acreedores que lo que supuestamente rechazaron
los griegos en las urnas. Venía a ser un “no pero sí” extraño y sin mucho
sentido. El viernes por la tarde parecía que las cosas iban a discurrir, sino
tranquilamente, al menos sin demasiados sobresaltos.
Pues no, mira por donde, no ha
sido así. La reunión del Eurogrupo del sábado, que empezó de manera cordial, se
fue torciendo poco a poco a medida que las exigencias de los acreedores iban
subiendo de tono. La posición dura estaba encabezada por Alemania, Finlandia, Holanda
y varias repúblicas bálticas y del este. Las tres primeras naciones, grandes
contribuyentes a los rescates, el resto, pequeñas pero que han sufrido en sus
carnes duros procesos de ajuste. Los blandos, por así llamarlos, liderados por
Francia, Italia y la propia Comisión Europea. España, como siempre en estos
casos, no pinta nada, no tiene postura conocida, y acaba sumándose al acuerdo
que haya, sea el que sea. La sensación general a medida que se ponía el sol en
Bruselas era de que muchos países estaban hartos de Grecia, de sus
incumplimientos, de sus promesas maravillosas nunca llevadas a la práctica, de
sus planes que tan bonitos quedan sobre el papel y que nada acaban siendo, y de
todo el mareo que han supuesto estas semanas de debates, rupturas y referéndum.
Con la situación de los bancos helenos al borde del colapso, el corralito
implantado sin fecha de fin y el control de capitales con el exterior en vías
de convertirse en permanente, la economía griega se hunde, y la posición de
debilidad del gobierno de Tsipras es total. “Esta es la nuestra” debieron
pensar los acreedores, y presentaron una propuesta dura, muy dura, mucho más
que la que hizo levantarse a Tsipras de las negociaciones hace un par de
semanas y que fue rechazada por el voto popular. La falta de confianza de los
socios con Grecia había llevado a exigirle unas garantías e imponerle unas
condiciones draconianas. Nada de reestructuración de la deuda, nada de
concesiones y nada de tiempo. El catálogo de medidas de reforma que tenía el
gobierno de Atenas sobre la mesa, y que debía poner en marcha en apenas unos días,
era una enmienda a la totalidad del programa de gobierno con el que Syriza llegó
a las elecciones. Asumirlo implicaría la renuncia a su, por otra parte excéntrico,
ideario, y una situación en la que el gobierno, deslegitimado, debiera escoger
entre llevar a cabo esas medidas o renunciar. Para más inri, y a propuesta de
Alemania, se ofrecía a Grecia la opción de reestructurar su deuda, sí, pero en
el caso de que saliera temporalmente del euro durante cinco años. Asombroso.
Era un “o lo tomas o te vas” muy literal, y que acabó por enturbiar la reunión
del Eurogrupo, alargarla hasta la noche del Sábado y volver a convocarla, para
no llegar a un acuerdo, la mañana del domingo.
Ayer por la tarde, en la reunión de jefes de
estado de los países del euro, la situación era la misma. Tsipras, acorralado,
asaeteado por el resto de países, que ven en él a un personaje nada fiable, tenía
sobre la mesa ese cerrado y duro paquete de condiciones que, aunque finalmente
se suavicen algo en un acuerdo final, suponen la rendición absoluta de su gobierno
y figura. En el juego de los faroles la UE mostró a Grecia hasta qué punto se
puede castigar al que juega sin cartas y marea la perdiz. Pase lo que pase, ayer
fue un mal día para el conjunto de Europa, un nuevo enfrentamiento entre las
naciones que lo conforman, y la sensación de que la crisis griega ya ha
destruido algo en el seno de la UE que costará volver a arreglar.
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