Nos jugamos mucho con Grecia. Nos
va en ello bastante más que el dinero, y eso que no es poco. La credibilidad, el
futuro del proyecto europeo, el tratar de tapar heridas reabiertas estos días,
azuzadas por los nacionalismos que nos han desagarrado a lo largo de siglos de
guerras crueles y carentes de sentido. Un acuerdo griego, aun malo, y
probablemente provisional, es mejor que cualquier otra cosa, y desde luego
mejor que la salida. Quizás no haya alternativas buenas, y debamos optar entre
lo malo y lo peor. En ese caso, no lo duden, usen la teoría del mal menor de
Ignatieff y dejen que los griegos nos engañen con sus cuentas. Eso antes de que
veamos escenas no deseadas en Atenas.
Coincidiendo con este escenario
convulso, se cumplen ahora veinte años del genocidio perpetrado por las tropas
serbias sobre el enclave bosnio de Srebrenica. Más de ocho mil musulmanes
bosnios fueron asesinados en pocos días por soldados de las milicias
serbobosnias que eran dirigidos por el militar Radtko Mladic y espoleados por
el psicólogo y líder de aquel sueño panserbio que se llamaba Slobodan
Milosevic. Tras años de guerra, en los que el sitio de Sarajevo fue lo más
conocido del conflicto, la vileza y crueldad que se desató en aquella región
de, sí, Europa, alcanzó simas como no las había tocado desde la II Guerra
Mundial, una guerra iniciada como otras tantas en, sí, Europa. En las guerras
de los Balcanes de los noventa, donde año tras año el conflicto se extendía
entre todas las regiones para dejarlas lo más arrasadas y étnicamente “limpias”
posibles, la absoluta responsabilidad de lo sucedido fue de, sí, Europa. No
quisimos ver lo que allí se estaba fraguando, no quisimos actuar para evitarlo,
no nos importaron sus consecuencias y, aún hoy en día, apenas sabemos nada de
lo que allí pasó ni tenemos el más mínimo complejo de culpa al respecto.
Srebrenica era, en teoría, una zona segura custodiada por soldados holandeses,
encuadrados en las fuerzas de los cascos azules de la ONU. Esos soldados, que
eran tan europeos como los que finalmente murieron y los asesinos que les
mataron, no hicieron nada para evitar aquella matanza. Quizás no imaginaron lo
que podía suceder, no les entraba en la cabeza que las fuerzas de Mladic, una
vez rodeada y tomada la población, exterminarían a sus habitantes. Pensaron
quizás que los trasladarían a un gueto, y allí les custodiarían, y su papel,
como soldados de interposición, se limitaría a controlar la caravana de la vergüenza
e impedir que nadie se cayera por los arcenes o quedara atrás. Mladic no hizo
nada de eso. Separó a hombres, mujeres y niños, asesino a todos los primeros y
a varios de los últimos, y usó a las mujeres como premio para sus valientes
ejecutores. Y los cascos azules holandeses nada hicieron para evitar aquello.
Nada. Y el resto de Europa hizo exactamente lo mismo. Nada. Cuando poco a poco
empezó a salir a la luz lo que había pasado en aquella localidad bosnia el velo
de la vergüenza empezó a cubrirnos y las manifestaciones de duelo se sucedieron.
Duelo falso, lágrimas de cocodrilo, muy habituales en Europa, con llamadas a
posteriori para evitar lo que se produzca lo que ya sabíamos que se estaba
produciendo ante nuestros cerrados ojos. Al igual que hoy en día lamentamos las
muertes de la inmigración ilegal pero no hacemos nada para evitarlas, entonces
no hicimos nada para evitar unos asesinatos que pocas voces, pero muy claras,
nos advertían de que podrían tener lugar. No escuchamos aquellas voces. Y
gracias a eso, varias miles de voces fueron apagadas para siempre, sobre la torturada
y sangrienta tierra de Europa, a manos de europeos.
Hace
poco he terminado de leer un libro conmovedor llamado Sarajevo, escrito por el
periodista Alfonso Armada. Cronista internacional de prestigio, ahora en el
ABC, en la guerra de Bosnia trabajaba para El País. En este libro Armada
incluye los artículos que enviaba a la redacción sobre el sitio a la capital
Bosnia e incluye sus reflexiones, en las que busca la esperanza en medio de la
amargura e impotencia de saber que lo que narra no evitará ninguna muerte,
porque a nadie le importa la guerra. El libro acaba en el presente, en un viaje
que Armada hace con viejos compañeros de aquellos tiempos a Srebrenica. Léanlo,
descubrirán lo que es periodismo de verdad, y homenajearán a quienes perdieron
la vida en Europa, hace veinte años.
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