Cundieron las risas en medio
mundo cuando, hace unos meses, el millonario Donald Trump anunció su intención
de presentarse como candidato por el Partido Republicano a la presidencia de
EEUU. Muchos lo consideraron como un gesto destinado a conseguir más dinero con
el que engordar sus ya inflados negocios, y pocos fueron capaces de ver a un
personaje que, subido al populismo más exacerbado, sería capaz con el tiempo de
doblegar a las figuras emblemáticas del GOP, Great Old Party, que es como se
conoce allí a esta formación.
Hoy,
tras su victoria en las famosas, pero poco representativas, primarias de New
Hampshire, Trump pasa de ser una ruidosa anécdota para el partido y la política
norteamericana a ser uno de sus principales problemas. Encarna en su persona
parte del sueño y la pesadilla norteamericana, todo aunado y demasiado agitado.
Millonario hasta las trancas, Trump forjó su fama en los ochenta como gerente
de casinos, negocio que fue abandonando poco a poco para sustituirlo por el
residencial de lujo, en inmensas torres que se alzan en las principales
ciudades del país. Trump tower es casi una marcar urbana en EEUU, y son
edificios que siempre destacan por su altura y, seamos justos, su arquitectura,
que es más sofisticada de lo que uno podría pensar. Divorciado varias veces,
sus separaciones han sido sonadas tanto por el ejército de abogados que han
contribuido a financiar como por los desplantes mutuos entre él y sus ex, zanjados
con acuerdos multimillonarios que han roto barreras en el extraño mundo de las
separaciones conyugales de famosos. Durante unos años fue una estrella de
televisión, en uno de esos programas basura de telerrealidad, todos lo son, en
el que el jefe, encarnado por él mismo, tiene a una serie de aprendices, para
ser formados en las artes del liderazgo empresarial. Famoso en todo el país, y
gran parte del extranjero, Trump luce una extraña mata de pelo en la cabeza,
que es un filón para todos sus imitadores y caricaturistas, y exhibe en todo
momento unas formas, modales y lenguaje propio de un tabernero del viejo oeste
al que nadie hubiera pagado las copas. Su discurso se basa en un populismo
rancio, que es muy exitoso en todas las naciones (empezando por la nuestra)
aderezado con mucho racismo, sexismo, nacionalismo y, en general, todos los –ismos que puedan
imaginar. Un debate con Trump presente es el camino directo a esa telerrealidad
basura a la que antes me refería, que arrastra a las masas y, por lo visto, a
los votantes. Su electorado más fiel lo representa el americano de toda la
vida, que ve como el sueño de su país se transforma en semipesadilla de ciudades
vacías, desindustrializadas, poco competitivas y llenas de una inmigración y
cambio de estilos de vida que le dejan desnortado y sin respuesta. Para que se
hagan una idea, el personaje que encarna Clint Eastwood en Gran Torino. Ese
votante ve en Trump un mensaje sencillo, fácil y directo. Ve que señala a
culpables, no sólo en Washington, lugar odiado por gran parte del país, sino en
todos aquellos que, en su diferencia, pueden ser competencia. Ese discurso que
nos parece horrendo, porque lo es, es el mismo que ahora la encuestas señalan
como triunfador en Francia, enarbolado por Le Pen, o apoyado por un 11% de los
alemanes y encarnado en Pegida y movimientos similares, o por muchos británicos
seducidos por el UKIP y otras formaciones de corte muy nacionalista. Incluso
Podemos aquí en España, desde planteamientos ideológicos presuntamente
opuestos, elabora un discurso en el que la demagogia simplista al estilo Trump
resulta ser aplaudida. No comparte sus formas, pero hay fondos del discurso que
son, curiosa y peligrosamente, muy similares. Lo más parecido que hemos tenido
a Trump en España fue Jesús Gil y Gil, y ganó elecciones, y arrasaba en
audiencia.
Ahora que está lanzada, es difícil saber hasta dónde
llegará la carrera política de Trump. Ayer se hizo con cerca del 4% de los
compromisarios que, en la convención veraniega, deben elegir candidato
republicano. Es probable que el supermartes y otros días decisivos de votación lo
releguen, sobre todo porque los cargos republicanos saben que es materialmente
imposible ganar unas elecciones nacionales con el discurso desvariado de Trump,
pero su mera permanencia y su éxito mediático vuelven a ser otro síntoma que
nos obliga a fijarnos en la salud de nuestras democracias, debilitadas, y
llenas de populistas de todo tipo, que amenazan con pervertirlas.
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