Viernes negro, viernes de dolores
para las letras. Curiosamente, en el año en el que conmemoramos los cuatrocientos
años de la muerte, en el mismo día de Abril, de Cervantes y Shakespeare, el
pasado viernes 19 se murieron otros dos genios de las letras, modernos, muy
distintos a los antiguos, de los que sin duda bebieron y aprendieron, y aún más
distintos entre sí. Oculta entre las sombras en las que vivía desde hace décadas
en el sur de EEUU, Harper
Lee. En medio de la vibrante vida milanesa, de la que era referente, y
conocido en todo el mundo, Umberto
Eco.
Lee sólo escribió un libro en su
vida, aunque luego se supiera que fueron dos. Matar a un ruiseñor se convirtió,
desde el momento de su publicación, en un éxito absoluto, en un referente para
la literatura y, también, la sociedad norteamericana. Pero los valores que
encarna ese libro van mucho más allá del profundo sur que en el que se encuadra
el relato. Lee creo una fábula moral imperecedera que ha enganchado a millones
de personas en todo el mundo y ha encumbrado a Atticus Finch, la figura de su
padre, como el arquetipo del hombre bueno que se resiste a la maldad, que la
combate, que no se queda impasible. Vividora en aquellos tiempos del ambiente
cultureta de una Nueva York en la que su gran amigo Truman Capote ya
despuntaba, Lee no escribió más. Su fabuloso éxito fue paralelo a su alejamiento,
a su retiro voluntario, a su olvido en una residencia de ancianos de Monroeville,
Alabama, de donde una segunda novela, precuela de la primera, asaetada por la
crítica y publicada hace un año, se mostró como algo irrespetuoso a la figura
de la escritora. Eco era todo lo contrario. Amante de vivir bien, polifacético,
extrovertido, figura conocida en su país y medio mundo, culto hasta la
saciedad, poseedor de una sabiduría de una profundidad abisal, su fama era muy
grande en los círculos universitarios especializados en semiótica, medievalismo
y medios de comunicación, pero a principios de los ochenta hizo una incursión
en la novela, que tituló “El nombre de la rosa” y consiguió un éxito brutal. Aquella
especie de policíaca que se desarrollaba en una abadía del siglo XIV en la que
Guilermo de Basrkerville, acompañado de su escudero Adso, encarnaban los
papeles de Holmes y Watson, tratando de descifrar la causa de los crímenes que conmocionaban
a la abadía enganchó a todo el mundo. Era una novela larga, complicada, escrita
con un vocabulario inmenso y llena de descripciones complejas y alargadas, pero
que no se podía dejar de leer, que te sumergía en un mundo olvidado, pero lleno
de matices, de ricura, de estética y color. Ninguna otra novela de Eco alcanzó
esa fama y, dado que he leído la mayoría, puedo decir que a mi tampoco me
convencieron, salvo algunos fragmentos aislados, pero era leer una entrevista o
ensayo suyo y desear aplaudir la lucidez, la cultura, el poso de su infinita
sapiencia que dejaba en cada frase. Era un gusto saber que las respuestas de
Eco eran respuestas que llenaban las preguntas, y que en su modestia y
curiosidad, que nunca se rindió, cada vez que hablaba sentaba cátedra, pero no
por tener una posición altiva, no, sino por todo lo contrario, porque el
interlocutor era consciente de que esa persona modesta que contestaba a las
preguntas sabía tanto de tanto que su respuesta era pura sabiduría. Este fin de
semana algún cronista lo ha definido como uno de los últimos renacentistas,
porque trató saber de todo. Y la definición es muy cierta, porque no sólo trató.
Lo consiguió.
Más allá de artículos y homenajes que puedan
hacerse a la figura de estas dos cumbres literarias, nos queda el recuerdo de
su obra, que siempre está ahí. Puede que usted ya haya leído las dos grandes
obras que he mencionado. Si no es así, le envidio, porque va a adentrarse en
ellas por primera vez, y le garantizo que, al acabarlas, no será la misma
persona. Abra esos libros, léalos, y sumérjase en un mundo de valores, de
ideas, de personas y acciones, narrados de una manera muy distinta y, en ambos
casos, genial. Y luego vea las dos películas que se hicieron sobre ellos. Dos
muy buenas películas, que supieron captar valores de las novelas, no todos
porque no era posible, pero que entretienen, conmueven y dignifican. Lean a Harpel
Lee y Umberto Eco. Sea ese su homenaje.
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