No suele marcarme metas, pese a
que muchos lo recomiendan. Más allá de las obligaciones que surgen fruto del
trabajo y las marcadas otras personas, mi vida y aficiones se surten de lo que
en el día hago y, como mucho, algunas semanas preveo. Leo así. Dedico una
enorme cantidad de tiempo en mi vida a leer, a nada más y nada menos que eso. Y
compro libros de manera desaforada, compulsiva en ocasiones, y pese a que tengo
una esquina de la mesa de la sala llena de recortes de prensa referidos a
libros que me interesan, por cada uno de ellos que adquiero son muchos más los
que entran sin estar previstos.
Así, poco a poco, he ido llenando
mi pequeño piso de libros, que organizados de una manera mejor o peor,
coexisten conmigo, y yo con ellos. Me hizo ilusión estrenar la primera estantería,
y me preocupó un poco lo rápido que se llenó, dando paso a una segunda,
tercera, cuarta…. Que iban achicando el espacio vital y reclamando su hueco sin
piedad. Cuando iba por la tercera, más o menos, decidí contar cuántos tenía, más
por curiosidad que por otra cosa, y salieron varios cientos. “Uffff, esto es
mucho” pensé, pero me da igual, vivo sólo, nadie va a venir aquí y el vicio de
leer me proporciona un placer que otras cosas no logran, por lo que puedo
acumular más. Además, todavía caben nuevas estanterías. A medida que el número
de volúmenes aumentaba el problema logístico crecía. La pequeña habitación de
la casa que destinaba a biblioteca se llenó, por lo que empecé a invadir mi cuarto,
quitando algunos posters que estaban colgados de la pared en la que se
encuentra la ventana, sustituyéndolos por, ¿adivinan? Sí, estanterías. Esa
pared dio espacio a cientos de volúmenes, casi todos ellos novelas, que me
hacen sentir cada noche, al apagar la luz, invadido por historias y columnas de
papel que se alzan sobre mis sueños. Con el tiempo y la acumulación incesante,
he dejado sin paredes libres mi cuarto y he empezado a ocupar parte de la sala,
la habitación principal, casi media casa, de un piso en el que el peso de lo
acumulado puede empezar a resultar problemático. A veces he tenido la pesadilla
de que todos esos estantes rebosantes de papel se derrumban, me pillan en medio
de uno de mis frugales y breves sueños y acaban conmigo. Como un drogadicto de toda
la vida, fallecería por culpa de mis adicciones, sepultado bajo novelas,
ensayos, tomos encuadernados y de bolsillo, fajines y anotaciones. Un final
borgiano, sin lugar a dudas, pero final. Imagino que esa escena, ruidosa y
polvorienta, es capaz de darse en mi casa sin que sufra la estructura, y sin
que los vecinos, desconocedores del arsenal de palabras que guardo en su
interior, se vean afectados. El temor a que todos esos libros acaben
derrumbando el edificio y se lleven con ellos a su propietario y vecinos es
demasiado angustioso como para ser posible. Pero si se diera alguna vez el
derrumbe sería muy cruel que, en un país en el que apenas se lee, alguien
falleciera, y provocase a su vez la muerte de otros, por comprar muchos libros.
Menudos argumentos le daría al gobierno de turno, si existiera, para seguir su
cruzada en contra de la cultura, esa perniciosa que destruye la vida de quienes
toca y arruina a los que en ella se embarcan. Harían bien las autoridades en
mantener su empeño actual en proscribirla.
Quizás esa pesadilla no se de nunca, y es
probable que, antes de que el piso se derrumbe, me diga que no caben más y que piense
en alternativas espaciales (y me imagino subido a un cohete con todos ellos
rumbo a las estrellas). Un primer aviso me lo dio este fin de semana, cuando,
tras adquirir varios, llegué a casa, anoté en ellos el cuándo y el dónde de la
compra, y al contabilizarlos en la suma parcial que llevo, llegué hasta el
guarismo 2.000. Y me dio una especie de alegría interior, muy tonta sin duda, a
la vez que me llegaba una voz de las paredes que decía.. “no muchos más, eh’”.
De momento, haré caso a mi interior y no a los ladrillos.
1 comentario:
enhorabuena por esa magnífica afición, de la que algunos además nos beneficiamos¡¡
gracias, David¡¡
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