La imagen es oscura, aunque habla
a las claras. En ella, en medio de las sombras, distinguimos a un bebe que es
portado en brazos por un hombre que, sea su padre o no, ejerce como tal en ese
instante. El niño es entregado a unos brazos que surgen de la parte izquierda,
negra, de la imagen, y que hacen el gesto de querer recoger a ese niño. Y en
medio de los brazos y personas, enmarcando la imagen, coronando al niño,
alambres de espino, concertinas, vallas que impiden el paso, sobre fondo gris,
gris realidad en un instante de angustia que es captado por un fotógrafo que
allí estaba, para que lo pudiéramos ver.
Esa imagen, ganadora del premio World
Press Photo 2016, vuelve a traernos a la cabeza el drama de los refugiados.
Una foto, al del bebé Aylan muerto en la orilla, hizo que los informativos y la
atención de todos los medios se pusiera en ellos. Vimos a enviados especiales
acompañando a las marchas de desarrapados que corrían de un lado a otro de una
Europa que se les antojaba un sueño, pero que acababa convirtiéndose en otra
etapa más en su pesadillesca vida hacia ninguna parte. Nos sentábamos a cenar y,
en portada, ellos nos acompañaban. Vimos escenas tiernas y dolorosas, imágenes
de zancadillas que nos indignaron, y de enfrentamientos. De acogida, llanto y
solidaridad. Y como sucede con todos los fenómenos, al final nos cansamos. La
audiencia empezó a flojear y los informativos, que viven al día, a la hora, al
minuto, quitaron su foco de ese drama, y poco a poco regresó a la oscuridad. Primero
como reportaje en posición intermedia en el telediario, en el tiempo en el que
pocos lo ven, luego como breve junto a otras noticias menores. Luego, la nada. Muchos
se dirían, a los pocos días, que ese problema debe estar resuelto, porque ya no
sale en las noticias. Y de mientras decenas de “Aylanes” mueren al día en las
costas de Europa, las vallas surgen por doquier, como principal y más
consistente respuesta ante el drama, y los refugiados dejan de ser noticia del
todo. Colgamos hipócritas pancartas en algunos edificios oficiales, como el
ayuntamiento de Madrid, mientras no acogemos a ninguno de los refugiados a los
que nos comprometimos en una cumbre europea llena de falsas promesas de muchos
socios, que sólo buscaban, buscábamos, esconder el problema bajo la mesa y, de
rebote, joder a Alemania para que ella cargase con todo el coste, confiando en
que una revuelta social en aquel país, que empieza a darse, lo alineara con el
frente de las vallas y fronteras. Los europeos, solidarios de boquilla y
mercadillo de mañana de Domingo, pero egoístas como todo aquel que posee y
tiene miedo de perder su posesión, callamos ante el ascenso de las concertinas
en el continente. Países nórdicos, sociedades avanzadas de pleno bienestar, que
día sí y día también, critican con dureza a los países mediterráneos por su (salvaje,
primitiva, latina, subdesarrollada) gestión fronteriza han sido los primeros
que, al ver como un extranjero se acerca a sus naciones, han levantado todo
tipo de muros, controles, y políticas de deportación, dando una muestra de cómo
se las gastarían en caso de tener que controlar una frontera si fuera la suya
la que se encontrase junto al abismo de África o de la guerra. Y siguen dando
consejos, y patrocinando eventos solidarios que, por supuesto, sólo duran una
mañana de Domingo.
Ha habido críticas a la concesión
de este premio fotográfico por no habérselo dado a la imagen de Aylan. Tienen
su fundamento, no lo niego, pero hay una cosa de esta imagen que me parece
perfecta. Su gris, su oscuridad, su grano, su falta de definición. Esos
componentes retratan no tanto el drama de los refugiados sino, sobre todo, lo
que han recibido de nosotros. En la imagen de Aylan la muerte tenía colores,
brillos y luz. En esta, la vida de los que huyen se desarrolla en la oscuridad
y las sombras. Ambas son horrendas, pero cuentan cosas muy distintas. Aylan nos
enseñaba la tragedia. Esta foto nos muestra la respuesta que le hemos dado.
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