Allá por diciembre, a los 84 años
de edad, el director de orquesta austriaco Nikolaus Harnoncourt anunció, mediante
una nota manuscrita, su retirada de la dirección y del mundo de la música
porque su salud ya no le permitía seguir trabajando. A muchos nos entristeció
la noticia, sobre todo porque dada la pasión y absoluta entrega de Harnoncourt por
su arte, su retirada quería decir que se veía no ya en el ocaso de su vida,
sino en su final. Sólo se iría si ya no iba a vivir mucho. Tristemente así ha
sido. Apenas tres meses después, este domingo, el director fallecía y dejaba un
legado y un hueco de dimensiones apabullantes.
Quizás muchos no conozcan a
Harnoncourt, su nombre les suene raro, y frente a otras celebridades del mundo
orquestal, su rostro se les antoje anónimo. Su carrera, de más de medio siglo,
le ha permitido dirigir orquestas de primer nivel en auditorios inmensos, pero
no era esa su especialidad, ni mucho menos. Por lo que pasará a la historia el
gran Nikolaus es por ser un revolucionario. Sí, sí, un revolucionario en el
mundo de la música clásica, en el mundo de la música, me atrevería a decir. Allá
por los años cincuenta Harnoncourt no estaba nada a gusto por cómo se
interpretaban muchas obras, o por el hecho de que directamente muchas otras ni
se tocaran. Las grandes orquestas, de cien o más intérpretes, dotadas de
instrumentos modernos, pasaban de un repertorio a otro, de un estilo y época a
otra completamente distinta y distante en el tiempo sin otra distinción que el
título de la partitura que interpretaban. Y él fue el primero en darse cuenta
de que eso no podía ser. Amaba a Bach, como tantos otros, pero sabía que las
cantatas de Bach se habían compuesto para pequeños conjuntos de instrumentos
raros, que era lo que disponía la capilla musical de Santo Tomas de Leipzig,
con coros pequeños de adultos y niños, que cantaban sin que las mujeres lo pudieran
hacer, porque la liturgia se lo prohibía. Rabioso por saber que lo que se
estaba haciendo era incorrecto, e incomprendido por casi todos, creo una
agrupación, el Concentus Mussicus de Viena, y en compañía de unos fieles,
comenzó a grabar e interpretar piezas barrocas con los instrumentos, ritmos y sonidos
que él creía que debían ser los originales. Se embarcó en la reconstrucción de
instrumentos perdidos, como sacabuches, cornetas, violas de gamba y muchos
otros, buceó en los archivos para encontrar las partituras originales de
aquellas piezas y descubrir qué anotaciones tenían indicativas de tiempo y de
forma de interpretación… en definitiva, recreó una manera de interpretar y
abordar una música que, por decirlo de una manera suave, era caricaturizada en
su época. Creo lo que se dio en llamar la corriente historicista, que trataba
sobre todo de ser fiel al trabajo de los compositores de aquellas épocas, que habían
conocido otras técnicas, métodos, instrumentos y formas de trabajo muy
distintas y que, obviamente, les habían condicionado en su forma de crear música.
Al principio Harnoncourt fue tomado por loco, ridiculizado por los grandes
baluartes de la música, visto como un macarra que buscaba hacer ruido, pero
poco a poco su trabajo, y la inmensa belleza de la música que iba creando, música
que sonaba completamente nueva, como si nadie la hubiera oído nunca, fue
convenciendo a crítica y público, que pasaron de la extrañeza a la curiosidad y
luego a la admiración. Y sin descansar nunca, Harnoncourt seguía investigando,
descubriendo y creando, y una legión de files empezó a seguir sus pasos. Y puede
decirse que a partir de ahí la música clásica cambió para siempre.
Su muerte es la última de una serie de maestros
que nacieron tras su estela. Christopher Hogwood, Gustav Leonhardt, y otros
tantos, recientemente fallecidos fueron sus primeros seguidores. Hoy en día es
normal ver que repertorios de épocas diferentes, como el barroco o romántico, son
interpretados por agrupaciones tan distintas como los pequeños “ensembles” o
las grandes orquestas sinfónicas. Y eso, que es lo que debe ser, es obra directa
de ese maestro llamado Harnoncourt, que dirigía sin batuta, sólo con sus manos,
que subido al atril se transformaba, gesticulaba y se dejaba poseer por la música
con una entrega absoluta, y que ha muerto este pasado fin de semana. ¡Es tanto lo
que debemos agradecer a su trabajo! Sirvan las
palabras de Antonio Muñoz Molina como despedida.
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