Si recuerdan, quizás ya no, hace
algunos años hablamos mucho de las primaveras árabes, aquellas revueltas que
comenzaron en un puesto de verduras en Túnez y convulsionaron toda la geografía
árabe desde Túnez hasta Yemen, pasando por Egipto, Libia y otras muchas
naciones. Pobreza, regímenes despóticos, ansias de libertad y necesidad de
escapar de la triste y sometida vida de la mayoría de las poblaciones de estas
naciones confluyeron, junto al uso de internet, para crear un movimiento de
protesta que fue visto por occidente con recelo y optimismo. Años después, si
exceptuamos a la valiente Túnez, el panorama de la zona es para llorar y no
parar de hacerlo.
Hoy, hace cinco años, en Damasco,
por aquel entonces una bulliciosa, turística y atractiva ciudad, una
manifestación en contra del régimen de Bashar Al Asad, pidiendo libertades, un
contagio de esa primavera que comentaba, fue duramente reprimida por la policía
del régimen, causando algunos muertos y sirviendo, en su conjunto, de mecha
para el inicio de unas hostilidades que no tardarían en convertirse en una de
las guerras más sangrientas, infames, sucias y oscuras de las últimas décadas. Todos
esos adjetivos son comunes a la mayor parte de las guerras, pero es en la
soleada Siria donde adquieren todo su sentido. Es imposible saber lo que pasa
en el terreno, en un mundo en el que la tecnología nos permite acceder, desde
la palma de nuestra mano, a toda la información del mundo, porque los
periodistas y demás profesionales de la comunicación han huido de un terreno en
el que su vida vale menos que la de cualquier insecto. Asesinar o secuestrar periodistas
(siguen retenidos varios españoles, mi recuerdo y apoyo a ellos y sus
familiares) se ha convertido en algo muy habitual en Siria, y por ello los
frentes y las batallas que allí se libran se conocen por ecos, por relatos de
testigos que logran huir, pero sin que realmente sepamos nada a ciencia cierta.
Es una guerra muy sucia, en la que todos luchan contra todos, en la que el régimen
de Damasco recibe pocos apoyos internos y muchos internacionales, los
opositores moderados, por llamarlos de una manera, no logran unificarse ni
lograr un apoyo decidido de potencias extranjeras, y donde el islamismo, el
mismo que al final trató de hacerse con el concepto de la primavera árabe, y
casi lo consigue, campa a sus anchas, dividido en grandes facciones como Al
Nusra, la versión local de Al Queda, o el maldito DAESH, que ha convertido a parte
de Siria y de Irak en su territorio. Imaginar el tablero de guerra sirio es
situarse en un terreno inhóspito, de ciudades aisladas en medio de la nada, unidas
por corredores de comunicaciones, sobre las que tres, cuatro o cinco bandos se
enfrentan mutuamente en una guerra de todos contra todos, donde el objetivo es
matar y destruir a todo lo que se ponga por delante. Las estimaciones cifran en
los trescientos mil el número de muertos, aunque es difícil precisarlo. El número
de heridos es una cifra mágica, que puede llegar fácilmente al millón pero
nadie es capaz de precisarla, y son muchos, muchos millones, los que han
escapado del infierno en el que se convirtió su país, en un proceso que, con
sus muchas diferencias, me recuerda a los sucedido en España en la guerra civil,
otro enfrentamiento cruento y salvaje en el que el que podía huía y el que no
trataba de sobrevivir por encima de cualquier otra cosa. De esos millones de
refugiados sirios nada nos ha importado en estos años. Nada.
Algunos me dirán que esto último no es cierto,
que llenan portadas y titulares informativos, y es verdad, pero lo hacen desde
el momento en el que la marea migratoria de supervivientes logró acercarse a
las fronteras de la UE, una vez que era imposible de contenerse en los países
vecinos, convertidos en gran parte en improvisados y abandonados campos de
refugiados donde millones de sirios se hacinan, se levantan cada día con el
objetivo de que ese no sea el último de sus vidas, y nada esperan ya de un país
en el que vivían, bien, mal o peor, pero que era suyo. Ahora
Siria no existe como tal, y sigue siendo una quimera esperar un acuerdo de las
conversaciones que se desarrollan en Ginebra. Desde hace cinco años Siria
es el espejo que nos devuelve lo peor de nosotros mismos. La imagen del
infierno que somos capaces de crear en la Tierra.
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