Tristemente, hay muchas escenas
donde poder escoger. En una de ellas se ve a un chico alto prendiendo fuego a
un billete, parece que de cinco euros, mientras las mujeres lo rodean. Se ve al
cara sonriente del incendiario y las espaldas de las desesperadas señoras,
cuyos rostros no apreciamos pero podemos intuir. El chico agita el billete a
medio quemar y lo suelta desde lo alto, cayendo a un suelo desde donde es
cogido por las mujeres que, desesperadas, tratan de recuperar algún resto del
mismo entre las cenizas y la descomposición. Es casi seguro que nada de valor
pudieron salvar. El chico observa, encantado, el espectáculo.
Al ver estas y otras imágenes,
sucedidas la tarde del martes en la plaza mayor de Madrid, protagonizadas por jóvenes
holandeses y mujeres rumanas, la
indignación ha acudido a la mente de todos, y los mensajes de protesta no se
han hecho esperar. Bien por lo que protestan, mejor aún por los que, al
parecer muy pocos, se enfrentaron o recriminaron a los holandeses su actitud, pero
mal, muy mal, por todos nosotros, porque esas imágenes vuelven a retratar el
monstruo que anida en cada uno de nosotros, la fiera que años de educación y
socialización tratan de aplacar, de domesticar, y que apenas un par de copas y
la indiferencia pública son capaces de despertar nuevamente con toda su fuerza
y crueldad. Nada, en el fondo, diferencia esas escenas a las que podemos ver en
los documentales de la Segunda Guerra Mundial referidas a los campos de
concentración, o las que más recientemente contemplamos de soldados
norteamericanos vejando a civiles y presos iraquíes en Abu Graib, o de las imágenes
que no hemos visto, pero que se denuncia, de abusos por parte de tropas de la
ONU, los cascos azules, en misiones de paz en medio mundo. Nada las diferencia,
créanme. El grado de sadismo o de violencia empleada sólo indica el ritmo al
que gira el motor del odio y de la superioridad, la intensidad con la que
pisamos el acelerador, pero en todos los casos el mecanismo que provoca esas
infamias es el mismo. La superioridad, el sentirse más que el otro, el
considerar al otro como algo inferior no ya a mi mismo, sino como algo no
humano, como un animal de feria, como un bicho, como una cosa con la que puedo
jugar, reírme, disfrutar, abusar y romper como si nada pasase, como un residuo
que se puede eliminar, destruir, limpiando así el entorno en el que yo, quien sí
vale, quien sí posee, quien sí merece, ocupa. Una vez que la mente se ha
acostumbrado a esta idea, el grado de incivismo, de salvajismo… no, de humana
crueldad que se puede alcanzar no tiene límites posibles. Pegar, violentar,
violar, matar, abusar, etc, son verbos que miden escalas de graduación en el
acto de superioridad que ejercemos sobre los demás- En esas escenas del martes
en Madrid los “jefes” se quedaron satisfechos con sus chanzas y mofas, quizás
porque estaban en un entorno público en el que tampoco se iban a desatar del
todo, pero ¿se imaginan ustedes de lo que hubieran sido capaces de no sentirse
observados? ¿de estar en un territorio propio, sin control social alguno? Seguro
que más de uno prefiere no hacerse siquiera estas preguntas por miedo a que la
respuesta empiece a escaparse a terrenos de oscuridad tan espesa como,
tristemente, humana.
Por eso, es importante que al ver estas imágenes
nos sintamos mal, que entendamos por qué nos sentimos mal, pero eso no basta. Como
en tantas y tantas ocasiones en la vida e historia, el mal no ha triunfado
tanto por el hecho de que los malos lo hayan ejercido como por la desidia de
los buenos, que no han defendido a los que debían. En campo libre el mal no
encuentra frenos. Si algunos valientes se hubieran encarado ante los holandeses
y les hubieran reprochado su actitud, probablemente el episodio no hubiera ido
a más. Ahora vienen unas preguntas muy incómodas. ¿Lo hubiera hecho usted? ¿Lo
habría hecho yo? Y para contestar no acudamos a lo políticamente correcto. Tomemos
un tiempo y pensemos, con nuestra propia oscuridad presente.
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