Ayer, en un bar de Malasaña,
centro de Madrid, tuvo lugar una charla sobre política y series de
televisión, con motivo del libro que libros.com está a punto de publicar al
respecto. Moderado por Pablo Simón, uno de los creadores de la web Politikon y afamado politólogo, el acto
consistió en coloquio moderado por Pablo, en el que tres de los autores
trataban de responder las preguntas que él les lanzaba, y posteriormente el público
tuvo la oportunidad de hacer preguntas, comentarios y sugerencias. No estuvimos
más allá de las cuarenta personas, creo, y lo cierto es que buen rato que allí
pasamos, cerca de dos horas, estuvo repleto de intervenciones sensatas, con
mucho conocimiento de causa y bagaje. Aprendí mucho.
No se si estamos en medio de una
burbuja de series, aunque algunas cifras que leí la semana pasada que
contabilizaban en torno a las cuatrocientas las estrenadas esta temporada en
EEUU podría indicarnos que sí, porque es realmente difícil que haya mercado
para tanta producción. Es cierto que el canal de emisión se ha diversificado
mucho más allá de la televisión, pero conseguir una masa crítica de
espectadores que consiga hacer rentable el producto es, como siempre, un reto
que a priori no se cumple. En lo que hace al subgénero de las series políticas,
quizás sea en España donde ahora nos estamos fijando más en ellas, sobre todo
desde que la inestabilidad económica nos ha traído la política, como una
tercera o cuarta derivada de esa crisis que todo lo ha trastocado. En tiempos
de dirigencia revuelta la ficción acude y nos muestra ejemplos de cómo pactar o
acceder al poder y gestionarlo desde puntos de vista complejos, desde ópticas
que no son novedosas, pero que sí se nos muestran como tales. Las tres series más
citadas ayer, entre decenas de ellas, fueron El Ala Oeste de la Casa Blanca,
House of Cards y Borgen. La primera de ellas es de hace algunos años, pero
sigue siendo plenamente vigente, no tanto porque muestra una visión hasta
cierto punto idealizada de la política, del servicio público, sino porque es,
en mi opinión, la perfecta escuela para aprender cómo funciona un sistema
parlamentario presidencial, cómo se organiza el poder y sus contrapesos, cómo
las pulsiones personales entran en disputa frente a los objetivos políticos y,
desde luego, para demostrar que los dirigentes, muchas veces, no saben ni
tienen los resortes necesarios para actuar frente a los problemas que
enfrentan, pese a que el aura de poder que les rodea lleve a suponer a muchos
que a sus aledaños yacen que son capaces de todo. House of Cards es, por así
decirlo, el reverso tenebroso del Ala Oeste, y es también a mi entender fruto de
la crisis, del descreimiento de la política por parte del ciudadano que acuda a
Washington, La Moncloa o cualquier otro signo de poder establecido de servirse
sólo a sí mismo, no a los electores. Ante ese cinismo desatado en la ciudadanía,
Frank Underwood, encarnado por Kevin Spacey con maestría, ofrece un personaje
cruel, sádico, sin escrúpulos, y sin adversarios creíbles. La fascinación del
mal que arrasa en una audiencia que lo odia pero no puede evitar admirarlo. La
danesa Borgen, por su parte (línchenme, admito que no la he visto aún) muestra
las negociaciones, la política de pactos, la necesidad de acordar en una
sociedad compleja, dividida, en la que los referentes se han diluido y las mayorías
son mero recuerdo de un pasado, que algunos añoran, pero que no volverá por
bastante tiempo. El hecho de que ahora en España estemos en una situación tan
parecida (aunque ya podríamos parecernos también a Dinamarca en otras
cuestiones) ha elevado esta serie a visión obligada para los que quieren
entender el contexto de donde nos encontramos. Ya tengo deberes.
Leí una vez, no me acuerdo donde, que la prensa
no es sino la crónica diaria de la lucha por el poder. Ese relato, extendido en
el tiempo y con argumentos cerrados, es lo que muchas de las series políticas
ofrecen hoy en día, inspirándose todas ellas más o menos en los modelos que el
gran Shakespeare dejó escritos ahora hace cuatrocientos años. Y es que las
pulsiones por el poder, las ansias que desata, los efectos que genera en las
personalidades, y el irrefrenable atractivo que produce su conquista son
eternos. El bardo los versó como nadie. Y quizás hoy se interpretan para la pequeña
pantalla como nunca. Eso sí, recuerden que en la vida real no hay guionistas. Por
eso seguirla día a día es aún más apasionante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario