miércoles, marzo 16, 2016

Política en serie

Ayer, en un bar de Malasaña, centro de Madrid, tuvo lugar una charla sobre política y series de televisión, con motivo del libro que libros.com está a punto de publicar al respecto. Moderado por Pablo Simón, uno de los creadores de la web Politikon y afamado politólogo, el acto consistió en coloquio moderado por Pablo, en el que tres de los autores trataban de responder las preguntas que él les lanzaba, y posteriormente el público tuvo la oportunidad de hacer preguntas, comentarios y sugerencias. No estuvimos más allá de las cuarenta personas, creo, y lo cierto es que buen rato que allí pasamos, cerca de dos horas, estuvo repleto de intervenciones sensatas, con mucho conocimiento de causa y bagaje. Aprendí mucho.

No se si estamos en medio de una burbuja de series, aunque algunas cifras que leí la semana pasada que contabilizaban en torno a las cuatrocientas las estrenadas esta temporada en EEUU podría indicarnos que sí, porque es realmente difícil que haya mercado para tanta producción. Es cierto que el canal de emisión se ha diversificado mucho más allá de la televisión, pero conseguir una masa crítica de espectadores que consiga hacer rentable el producto es, como siempre, un reto que a priori no se cumple. En lo que hace al subgénero de las series políticas, quizás sea en España donde ahora nos estamos fijando más en ellas, sobre todo desde que la inestabilidad económica nos ha traído la política, como una tercera o cuarta derivada de esa crisis que todo lo ha trastocado. En tiempos de dirigencia revuelta la ficción acude y nos muestra ejemplos de cómo pactar o acceder al poder y gestionarlo desde puntos de vista complejos, desde ópticas que no son novedosas, pero que sí se nos muestran como tales. Las tres series más citadas ayer, entre decenas de ellas, fueron El Ala Oeste de la Casa Blanca, House of Cards y Borgen. La primera de ellas es de hace algunos años, pero sigue siendo plenamente vigente, no tanto porque muestra una visión hasta cierto punto idealizada de la política, del servicio público, sino porque es, en mi opinión, la perfecta escuela para aprender cómo funciona un sistema parlamentario presidencial, cómo se organiza el poder y sus contrapesos, cómo las pulsiones personales entran en disputa frente a los objetivos políticos y, desde luego, para demostrar que los dirigentes, muchas veces, no saben ni tienen los resortes necesarios para actuar frente a los problemas que enfrentan, pese a que el aura de poder que les rodea lleve a suponer a muchos que a sus aledaños yacen que son capaces de todo. House of Cards es, por así decirlo, el reverso tenebroso del Ala Oeste, y es también a mi entender fruto de la crisis, del descreimiento de la política por parte del ciudadano que acuda a Washington, La Moncloa o cualquier otro signo de poder establecido de servirse sólo a sí mismo, no a los electores. Ante ese cinismo desatado en la ciudadanía, Frank Underwood, encarnado por Kevin Spacey con maestría, ofrece un personaje cruel, sádico, sin escrúpulos, y sin adversarios creíbles. La fascinación del mal que arrasa en una audiencia que lo odia pero no puede evitar admirarlo. La danesa Borgen, por su parte (línchenme, admito que no la he visto aún) muestra las negociaciones, la política de pactos, la necesidad de acordar en una sociedad compleja, dividida, en la que los referentes se han diluido y las mayorías son mero recuerdo de un pasado, que algunos añoran, pero que no volverá por bastante tiempo. El hecho de que ahora en España estemos en una situación tan parecida (aunque ya podríamos parecernos también a Dinamarca en otras cuestiones) ha elevado esta serie a visión obligada para los que quieren entender el contexto de donde nos encontramos. Ya tengo deberes.

Leí una vez, no me acuerdo donde, que la prensa no es sino la crónica diaria de la lucha por el poder. Ese relato, extendido en el tiempo y con argumentos cerrados, es lo que muchas de las series políticas ofrecen hoy en día, inspirándose todas ellas más o menos en los modelos que el gran Shakespeare dejó escritos ahora hace cuatrocientos años. Y es que las pulsiones por el poder, las ansias que desata, los efectos que genera en las personalidades, y el irrefrenable atractivo que produce su conquista son eternos. El bardo los versó como nadie. Y quizás hoy se interpretan para la pequeña pantalla como nunca. Eso sí, recuerden que en la vida real no hay guionistas. Por eso seguirla día a día es aún más apasionante.

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