lunes, marzo 21, 2016

Otra carretera con flores en el arcén

Viajo bastante en autobús de línea. Al menos, una vez al mes, subo a Bilbao para llegar a Elorrio y retorno a Madrid. Son ochocientos kilómetros de ida y vuelta entre ambas capitales, más los ochenta que hay para ir y volver desde Bilbao a Elorrio. Este Miércoles volveré a hacer ese mismo trayecto para pasar unos días de Semana Santa. Nunca en estos años he tenido un susto en la carretera digno de mención. Apenas algún frenazo de esos derivados de un cambio de carril a la entrada o salida de Madrid. Años, miles de kilómetros, no los he contado en su totalidad, en la más plácida y aburrida de las travesías. Y que siga así.

Pasando por las carreteras uno encuentra, de vez en cuando, monolitos o altares improvisados, de mayor o menor porte, pero casi siempre adornados con flores frescas, puestas ahí por familiares o amigos de quien, en un momento dado, se estrelló en ese punto y se mató al volante. Si pusiéramos un mapa de España y señalásemos todos esos puntos convertiríamos a la red de carreteras en un rosario de víctimas, de túmulos y memoriales. Cuando de pequeño pasaba por alguno de esos lugares me extrañaban, me parecían sitios inhóspitos para velar a un ser querido, carentes de todo recogimiento, pero eran el lugar exacto en el que la vida de alguien se fue. Y para los suyos eso era lo más inhóspito, no el decorado. A veces, cuando el suceso había sido reciente, aún podías apreciar en la carretera la traza de los neumáticos que, de repente, pintaban el asfalto, fruto de una frenada tardía que ya poco pudo hacer. Con los guarda raíles arreglados tras el accidente, siempre quedaban algunos restos de cristales, hierros y matojos de hierba arrancados, señales de un choque violento, que poco a poco eran barridos por la lluvia y el tiempo. Pero ahí permanecía siempre el altar que recordaba el suceso. En mi familia nunca hemos tenido que lamentar la muerte de ninguno de los nuestros en la carretera, una muerte siempre sorpresiva y traicionera, pero sí conozco a personas a las que el asfalto se les ha llevado lo más querido. Y siempre el ritual, supongo, es similar, con una llamada sorpresiva, no esperada, habitualmente nocturna o próxima al amanecer si se trata de chavales jóvenes, en la que una voz a la que nunca has oído te empieza a contar cosas que nunca hubieras deseado escuchar. Esa voz no es sino un transmisor, un pregón, un pájaro de agüero funesto. Y luego el ritual de angustias, lloros, emociones, incomprensiones, infinitas preguntas por saber qué es lo que ha pasado, si iba sólo o no, si conducía él o lo llevaba alguien, si es el único fallecido o la desgracia es compartida. Todo el significado de la palabra accidente agolpado en preguntas que no pueden ser respondidas en ese momento y que, cuando lo sean, ya para nada servirán, porque el duelo ya se habrá instalado en el alma de las familias y amigos. Y llegará el día de los funerales, y luego, no se cuándo, si poco o mucho después, algunos familiares y amigos emprenderán el viaje hasta la curva, la recta o el cambio de rasante, y pondrán allí flores y piedras, honrando memorias perdidas, y ese punto kilométrico se transformará en altar permanente, en otra cuenta del rosario infinito que nos recuerda como las carreteras sirven para ir de un lado a otro pero, también, para descansar eternamente en ellas.

Este fin de semana el kilómetro 333 de la AP7 en Tarragona se ha convertido en cementerio improvisado, en el lugar en el que un absurdo accidente (¿cuál no lo es?) ha segado la vida de trece chicas estudiantes de erasmus que venían, junto con un montón de amigos, de disfrutar de las fallas. En pocos meses esto ya no será noticia, pero a buen seguro no faltarán ya flores en ese lugar, venidas muchas del extranjero, de donde son las fallecidas, provenientes algunas de los lugareños que han ayudado en las tareas de rescate y acogida de víctimas y familiares. Todas esas flores recordarán esta tragedia cuando ya sólo los allegados la recuerden. Flores que no se marchitan nunca.

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