Viajo bastante en autobús de
línea. Al menos, una vez al mes, subo a Bilbao para llegar a Elorrio y retorno
a Madrid. Son ochocientos kilómetros de ida y vuelta entre ambas capitales, más
los ochenta que hay para ir y volver desde Bilbao a Elorrio. Este Miércoles
volveré a hacer ese mismo trayecto para pasar unos días de Semana Santa. Nunca
en estos años he tenido un susto en la carretera digno de mención. Apenas algún
frenazo de esos derivados de un cambio de carril a la entrada o salida de
Madrid. Años, miles de kilómetros, no los he contado en su totalidad, en la más
plácida y aburrida de las travesías. Y que siga así.
Pasando por las carreteras uno
encuentra, de vez en cuando, monolitos o altares improvisados, de mayor o menor
porte, pero casi siempre adornados con flores frescas, puestas ahí por
familiares o amigos de quien, en un momento dado, se estrelló en ese punto y se
mató al volante. Si pusiéramos un mapa de España y señalásemos todos esos
puntos convertiríamos a la red de carreteras en un rosario de víctimas, de
túmulos y memoriales. Cuando de pequeño pasaba por alguno de esos lugares me
extrañaban, me parecían sitios inhóspitos para velar a un ser querido, carentes
de todo recogimiento, pero eran el lugar exacto en el que la vida de alguien se
fue. Y para los suyos eso era lo más inhóspito, no el decorado. A veces, cuando
el suceso había sido reciente, aún podías apreciar en la carretera la traza de
los neumáticos que, de repente, pintaban el asfalto, fruto de una frenada
tardía que ya poco pudo hacer. Con los guarda raíles arreglados tras el
accidente, siempre quedaban algunos restos de cristales, hierros y matojos de
hierba arrancados, señales de un choque violento, que poco a poco eran barridos
por la lluvia y el tiempo. Pero ahí permanecía siempre el altar que recordaba
el suceso. En mi familia nunca hemos tenido que lamentar la muerte de ninguno
de los nuestros en la carretera, una muerte siempre sorpresiva y traicionera,
pero sí conozco a personas a las que el asfalto se les ha llevado lo más
querido. Y siempre el ritual, supongo, es similar, con una llamada sorpresiva,
no esperada, habitualmente nocturna o próxima al amanecer si se trata de
chavales jóvenes, en la que una voz a la que nunca has oído te empieza a contar
cosas que nunca hubieras deseado escuchar. Esa voz no es sino un transmisor, un
pregón, un pájaro de agüero funesto. Y luego el ritual de angustias, lloros,
emociones, incomprensiones, infinitas preguntas por saber qué es lo que ha
pasado, si iba sólo o no, si conducía él o lo llevaba alguien, si es el único
fallecido o la desgracia es compartida. Todo el significado de la palabra
accidente agolpado en preguntas que no pueden ser respondidas en ese momento y
que, cuando lo sean, ya para nada servirán, porque el duelo ya se habrá
instalado en el alma de las familias y amigos. Y llegará el día de los
funerales, y luego, no se cuándo, si poco o mucho después, algunos familiares y
amigos emprenderán el viaje hasta la curva, la recta o el cambio de rasante, y
pondrán allí flores y piedras, honrando memorias perdidas, y ese punto kilométrico
se transformará en altar permanente, en otra cuenta del rosario infinito que
nos recuerda como las carreteras sirven para ir de un lado a otro pero, también,
para descansar eternamente en ellas.
Este fin de semana el
kilómetro 333 de la AP7 en Tarragona se ha convertido en cementerio
improvisado, en el lugar en el que un absurdo accidente (¿cuál no lo es?) ha
segado la vida de trece chicas estudiantes de erasmus que venían, junto con
un montón de amigos, de disfrutar de las fallas. En pocos meses esto ya no será
noticia, pero a buen seguro no faltarán ya flores en ese lugar, venidas muchas
del extranjero, de donde son las fallecidas, provenientes algunas de los
lugareños que han ayudado en las tareas de rescate y acogida de víctimas y
familiares. Todas esas flores recordarán esta tragedia cuando ya sólo los
allegados la recuerden. Flores que no se marchitan nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario