Brasil ha sido, tradicionalmente,
un gigante con pies de barro. Poseedor de una dimensión continental, riqueza
infinita de recursos e inmensa población, la desigualdad y la corrupción política han sido desde siempre lastres que han
impedido el desarrollo del país, en el que la pobreza es una característica
imposible de eludir, más allá de imágenes bucólicas de playas y señoritas de
más que buen ver. Su inclusión en el grupo de los BRIC y su catalogación como
emergente hace un par de décadas lo colocó, por fin, en los ojos de inversores
internacionales, y poco a poco, su economía empezó a despegar.
La crisis de 2008 supuso,
curiosamente, la puesta en marcha de la economía brasileña en formato cohete.
Refugio de inversiones y destino de inmigración de muchas naciones europeas, la
economía carioca se vio muy beneficiada por el auge de China, su principal
cliente, comprador de todo tipo de recursos del apabullante sector primario
local. Minería, petróleo, cosechas y cultivos, ganadería... Brasil produce
cifras estratosféricas de proteínas y materias primas que el gigante chino
devora con fruición. Esta simbiosis disparó la economía brasileña, redujo el
paro, favoreció la inversión pública y generó unas tasas de crecimiento que,
poco a poco, empezaron a reducir la pobreza local. Parecía que, por fin, Brasil
escapaba de sus maldiciones de décadas pasadas para convertirse en una potencia
global, dotada además de una muy buena imagen exterior, asociada a la samba, el
carnaval y la buena vida (aunque reitero, sea una imagen engañosa). La
concesión a Rio de Janeiro de los Juegos Olímpicos de 2016 (la primera gran
derrota de Madrid en esa carrera) fue el espaldarazo definitivo por parte de la
comunidad y economía global a un Brasil que encarnaba el triunfo. El tiempo ha
demostrado que no todo relucía tanto como el oro que se buscaba en algunas
minas de la Amazonía. La entrada descontrolada de capitales en el país no fue
bien absorbida y muchos, o se desperdiciaron en inversiones faraónicas de nulo
resultado o fueron a alimentar tramas corruptas o se perdieron por el camino.
Los años de bonanza, de intenso viento de cola, debieron ser aprovechados para
reformar la economía local y dotarla de dinamismo de cara a tiempos más
oscuros, pero como sucede siempre en todas las fiestas económicas (y de eso
sabemos muy bien en España) las oportunidades de cambio en los ciclos
ascendentes nunca se aprovechan, y cuando llega el descenso siempre nos pilla a
contrapié. La fortaleza del dólar, la debilidad china y el descenso del precio
del petróleo son un cóctel amargo para Brasil, que ha provocado fugas de capitales
que han huido en masa y quiebras en grandes empresas constructoras y ligadas a
la exportación. La bancarrota del imperio de Eike Batista, el entonces empresario
más rico del país, producida hace pocos años, fue una señal que indicaba lo que
podía acabar pasando, y que muchos no quisieron ver. En estos momentos Brasil
sigue en recesión técnica, con descensos del PIB que, en tasa interanual, se
sitúan en el entorno del 3%, y sin visos de mejora significativa en el medio
plazo. La crisis económica ha sido la espoleta que ha detonado la bomba política,
generando aún mayor inestabilidad y ofreciendo día sí día también la imagen de
un país que se tambalea, y que como en décadas pasadas, ofrece la peor de sus
caras, la derivada de una sociedad aún muy desigual, con una estrecha franja de
clase media que no parece ser suficiente para aportar la estabilidad debida a
un régimen político y social que sea estable.
El
patético vodevil organizado por la decrépita presidenta Dilma Rouseff y el
expresidente Lula Da Silva, antaño figura adorada, hoy cazado en tramas
corruptas, es el último de este proceso en el que la credibilidad de las
instituciones y la capacidad de las mismas para regenerarse y volver a gobernar
el país cada vez están más puestas en entredicho. Con unos juegos olímpicos este
verano que pueden ser el escaparate de un amargo país, y muchas inversiones de
empresas españolas atrapadas en una economía que no responde, Brasil corre el
riesgo de convertirse en sinónimo de problema. Ojalá no sea así, porque el país
tiene toda la potencialidad imaginable para afrontar estos retos, pero a día de
hoy el panorama es bastante sombrío.
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