Todavía se está discutiendo en
las capitales europeas, pero no descarten que el
acuerdo, infame, alcanzado la noche del lunes sobre la gestión de los refugiados,
se convierta en un mínimo, sobre el que se añadan aún más clausulas,
condiciones y restricciones. Como bien comentó un analista en la radio esa
misma noche de lunes, en la práctica hemos contratado a Turquía como portero de
discoteca, por un salario de 6.000 millones de euros anuales, a cambio de que
no deje pasar a nadie por nuestras puertas impidiendo que lleguen a las mismas.
De la suerte de los refugiados, de sus condiciones de vida y sus penurias, nada
importa. Salvo que no vengan.
El acuerdo, que les repito,
resulta infame a mi modo de ver, no hace sino reflejar un sentimiento que anida
en amplias capas de la población europea, que ante un problema de una
complejidad enorme y de largo alcance, opta por la negación. A los pocos a los
que les importa este asunto es para expresar su rechazo, en medio de la
indiferencia colectiva. Hay un grupo de gobiernos en ejercicio, especialmente en
el este de Europa, que levantan fronteras y vetos, enarbolando la bandera del
egoísmo patrio, bandera llena de miedos propios y prejuicios de todo tipo. En
frente a ellos hay otros gobiernos, débiles, que ven como sus políticas de
acogida están siendo aprovechadas, sobre todo, por grupos opositores que llevan
las mismas y peligrosas banderas que portan los primeros gobiernos, y que por
lo visto no están a falta de miles de simpatizantes que las puedan enarbolar. Movimientos
como los que encabeza Le Pen en Francia o Pegida en Alemania suben como la
espuma por cada refugiado que es acogido en estos países, en medio de la
indiferencia de gran parte de la población. Esos gobiernos débiles ven que si
mantienen una política de apertura, por mínima que sea, les va a costar muchos
votos, porque nadie está dispuesto a votarles por esa medida. Y luego están los
países frontera, con Grecia e Italia a la cabeza, y nosotros bastante menos
(ahora) que tienen el problema en su territorio, que acogen a miles y miles de
desplazados sin medios, apoyo, infraestructura ni estrategia, que recolectan
cadáveres en unas aguas mediterráneas convertidas en cementerios, y que saben
que inmigrante muerto es sinónimo de un problema menos. Que saben que para los
ciudadanos, de sus naciones y de las del resto del continente, cada niño muerto
estilo Aylan es un motivo para derramar una lágrima de pena y un alivio (sí, sí,
un alivio) porque ya no hace falta hacer nada ni para socorrerlo ni para
acogerlo. No nos engañemos. Esto es así. El inmigrante que no llega, bien
porque muere o porque se le impide la llegada, es el único que no causa
problemas, ni genera costes. Desolador, desde luego, pero real. En esta
tragedia, horrenda, que mancha el nombre de Europa y, sobre todo, a los que en
ella vivimos, se vuelve a cumplir esa idea que tan bien expuso hace tiempo Muñoz
Molina de que las tragedias, los desastres humanitarios no pasan tanto por la
voluntad de los sátrapas o violentos que los perpetran como por la indiferencia
de la mayoría que, pudiendo impedirlos, no lo hacen. No actúan, se quedan
quietos, parados, indiferentes. Miran hacia otro lado, se rasgan las
vestiduras, escriben frases duras (como estas) y no hacen nada (como yo) y
luego, años después. Las sociedades realizan actos públicos de contrición, levantan
monumentos y escriben libros, para aliviar la culpa de un drama que, en su
momento, pudieron impedir y que, colectivamente, no quisieron hacerlo.
En el colmo de la hipocresía local, sigue
colgando de la fachada del ayuntamiento de Madrid una pancarta que, en inglés,
reza REFUGEES WELCOME, un texto que tiene casi tantas letras como refugiados
hemos acogido en España a lo largo de un año. En la encuesta del CIS de ayer
los refugiados eran el primer problema para el 0% de la población, página 7 del pdf que aquí pueden
descargar, y la intención de voto que pueda significar una política de
acogida a los mismos puede aproximarse, sin mucho margen de error, a ese mismo
valor. La nada. Por ello, lo pero que tiene el infame acuerdo del lunes es que
nos retrata, que es acorde a lo que pensamos como sociedad. Que sería votado en
masa por nosotros. Que sí nos representa
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