lunes, marzo 07, 2016

Lluvia a las puertas del Congreso

Este pasado viernes, sin pretenderlo, tras una tarde de trabajo más larga de lo debido y la frustrada posibilidad de acudir a un concierto del festival de arte sacro, dad la hora a la que salí de la oficina y la cola que me encontré al llegar al lugar del acto, me fui al Congreso de los Diputados, donde tenía lugar la segunda votación de la investidura de Pedro Sánchez. No había mucha emoción por el resultado de la misma, dado que los que votaron que no hacía un par de días lo iban a volver a hacer. Sólo cambió de voto Ana Oramas, la única senadora de Coalición Canaria, insuficiente para darle vidilla al recuento.

En la Carrera de San Jerónimo, esa calle en cuesta que cae desde Sol Canalejas hasta Neptuno, el ambiente era elevado. Muchas personas llenaban las aceras, amplias en esa zona, y prestaban su atención tanto al propio edificio del Congreso, en cuyo lateral se apostaban un montón de periodistas realizando sus crónicas como, en la acera ya más próxima al hotel Palace, los estudios de televisión improvisados que la mayoría de cadenas nacionales habían montado para seguir la sesión en directo. Poco antes la previsión meteorológica se había cumplido y gracias a ella no hacía el ridículo por llevar de la mano un paraguas, cosa que había sucedido a lo largo de casi todo el día, en el que el Sol había mandado sobre las nubes. Tras algún chubasco disperso chispeaba en la calle frente a los leones y allí, frente a la noticia, era muy difícil saber qué es lo que pasaba. La radio fue mi amiga y, auriculares en mano, pegado a la pared de uno de los edificios sitos frente al acceso lateral del Congreso, iba siguiendo la votación, a voz alzada, uno a uno, de sus señorías, por orden alfabético. Síes y noes se sucedían en secuencias aleatorias y, oyéndolas, era imposible distinguir cuales ganaban, aún a sabiendas de que la proporción final iba a ser casi de dos a uno a favor del no. Las gotas no iban a mas, y en un momento dado se pararon, y muchos nos acercamos al límite de la acera, donde ya el tráfico de coches nos impedía pasar, para intentar no ver algo, que era imposible, sino sentir lo que al otro lado de la calle pasaba. Móviles y auriculares lo dominaban todo, en un grupo de gente variopinto en el que la edad media no era muy alta, gracias a varios grupos de personas jóvenes que estaban allí con mucho ánimo y entusiasmo. Apenas había pancartas de ningún tipo ni manifestaciones ni gritos. Un silencio sólo roto por murmullos ocasionales. Cuando terminó la votación empezaron otra vez a hacer gotitas, sueltas al principio, acompañadas después, y abrí mi paraguas, uno de los pocos que estaban en las inmediaciones. Escuchaba como los miembros de la mesa de la cámara le pasaban a Patxi López el resultado de la votación y, cuando éste la leyó y se hizo público lo que todos sabíamos, la historia se hizo viva. Por primera vez en la reciente democracia un candidato a investidura era rechazado y entrábamos en aguas no cartografiadas. Y como para unirse a esa indómita navegación a la que nos enfrentábamos, el cielo decidió regarnos con saña. Fue leer el resultado de la votación y las gotas sueltas se convirtieron, de repente, en un chubasco de enorme intensidad. Una catarata de agua comenzó a caer del cielo y convirtió en pocos minutos las aceras del Congreso en láminas de agua que, como ríos, bajaban desbocadas camino a Neptuno, su Dios. El caos político recién inaugurado se escenificaba en el caos lluvioso del exterior de las Cortes.

En pocos instantes nos vimos desbordados por la lluvia. Un grupo de tres chicas y un amigo merodearon, al ser el salvador, poseedor de un paraguas de verdad en medio del diluvio democrático, y durante unos minutos estuve rodeado de la mejor manera posible. Sin embargo el agua no dejaba de caer y la acera era ya una piscina, así que mis acompañantes optaron por largarse corriendo en busca de un refugio donde tomar algo, y yo poco a poco fui dejando atrás las Cortes rumbo a Neptuno, camino al Metro, viendo como el agua formaba enormes charcos, mares de ciudad que, como metáfora, servían para que se hundieran en ellos las esperanzas presidenciales de Pedro Sánchez. Cuando llegué a casa ya no llovía.

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