Este pasado viernes, sin
pretenderlo, tras una tarde de trabajo más larga de lo debido y la frustrada
posibilidad de acudir a un concierto del festival de arte sacro, dad la hora a
la que salí de la oficina y la cola que me encontré al llegar al lugar del
acto, me fui al Congreso de los Diputados, donde tenía lugar la segunda votación
de la investidura de Pedro Sánchez. No había mucha emoción por el resultado de
la misma, dado que los que votaron que no hacía un par de días lo iban a volver
a hacer. Sólo cambió de voto Ana Oramas, la única senadora de Coalición
Canaria, insuficiente para darle vidilla al recuento.
En la Carrera de San Jerónimo,
esa calle en cuesta que cae desde Sol Canalejas hasta Neptuno, el ambiente era
elevado. Muchas personas llenaban las aceras, amplias en esa zona, y prestaban
su atención tanto al propio edificio del Congreso, en cuyo lateral se apostaban
un montón de periodistas realizando sus crónicas como, en la acera ya más próxima
al hotel Palace, los estudios de televisión improvisados que la mayoría de
cadenas nacionales habían montado para seguir la sesión en directo. Poco antes
la previsión meteorológica se había cumplido y gracias a ella no hacía el ridículo
por llevar de la mano un paraguas, cosa que había sucedido a lo largo de casi
todo el día, en el que el Sol había mandado sobre las nubes. Tras algún chubasco
disperso chispeaba en la calle frente a los leones y allí, frente a la noticia,
era muy difícil saber qué es lo que pasaba. La radio fue mi amiga y,
auriculares en mano, pegado a la pared de uno de los edificios sitos frente al
acceso lateral del Congreso, iba siguiendo la votación, a voz alzada, uno a
uno, de sus señorías, por orden alfabético. Síes y noes se sucedían en
secuencias aleatorias y, oyéndolas, era imposible distinguir cuales ganaban, aún
a sabiendas de que la proporción final iba a ser casi de dos a uno a favor del
no. Las gotas no iban a mas, y en un momento dado se pararon, y muchos nos
acercamos al límite de la acera, donde ya el tráfico de coches nos impedía
pasar, para intentar no ver algo, que era imposible, sino sentir lo que al otro
lado de la calle pasaba. Móviles y auriculares lo dominaban todo, en un grupo
de gente variopinto en el que la edad media no era muy alta, gracias a varios grupos
de personas jóvenes que estaban allí con mucho ánimo y entusiasmo. Apenas había
pancartas de ningún tipo ni manifestaciones ni gritos. Un silencio sólo roto
por murmullos ocasionales. Cuando terminó la votación empezaron otra vez a hacer
gotitas, sueltas al principio, acompañadas después, y abrí mi paraguas, uno de
los pocos que estaban en las inmediaciones. Escuchaba como los miembros de la mesa
de la cámara le pasaban a Patxi López el resultado de la votación y, cuando éste
la leyó y se hizo público lo que todos sabíamos, la historia se hizo viva. Por
primera vez en la reciente democracia un candidato a investidura era rechazado
y entrábamos en aguas no cartografiadas. Y como para unirse a esa indómita navegación
a la que nos enfrentábamos, el cielo decidió regarnos con saña. Fue leer el
resultado de la votación y las gotas sueltas se convirtieron, de repente, en un
chubasco de enorme intensidad. Una catarata de agua comenzó a caer del cielo y
convirtió en pocos minutos las aceras del Congreso en láminas de agua que, como
ríos, bajaban desbocadas camino a Neptuno, su Dios. El caos político recién
inaugurado se escenificaba en el caos lluvioso del exterior de las Cortes.
En pocos instantes nos vimos desbordados por la
lluvia. Un grupo de tres chicas y un amigo merodearon, al ser el salvador,
poseedor de un paraguas de verdad en medio del diluvio democrático, y durante
unos minutos estuve rodeado de la mejor manera posible. Sin embargo el agua no
dejaba de caer y la acera era ya una piscina, así que mis acompañantes optaron
por largarse corriendo en busca de un refugio donde tomar algo, y yo poco a
poco fui dejando atrás las Cortes rumbo a Neptuno, camino al Metro, viendo como
el agua formaba enormes charcos, mares de ciudad que, como metáfora, servían
para que se hundieran en ellos las esperanzas presidenciales de Pedro Sánchez. Cuando
llegué a casa ya no llovía.
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