Pocas novedades pudimos ver ayer
en la sesión de investidura de Pedro Sánchez en el Congreso, empezando
por lo último, el resultado de la votación, con unos rotundos 219 noes frete a
los 130 síes previstos y la abstención de Coalición Canaria. Con una
elevada probabilidad, altísima, ese será el resultado que se obtenga en la
segunda votación, la de mañana, a eso de las 20 horas. Y después, dos meses de
posibilidades de acuerdos que empezaron a contar desde el momento de la votación
de ayer. Eso, la puesta en marcha del reloj de descuento hacia nuevas
elecciones, es el fruto más claro de la sesión de investidura.
Tampoco hubo sorpresas en lo que
hace al comportamiento de los oradores, y eso tiene ventajas, porque nos
permitió ver la cara auténtica de cada uno. En casi todos los casos es la misma
que la que ya conocíamos, y sólo Pablo Iglesias se mostró diferente, aunque esa
impresión sea falsa. De hecho ayer pudimos ver al Pablo Iglesias de siempre. El
mitinero, el vocinglero, ruidoso, demagogo, faltón, irreverente, maleducado y
populista hasta el extremo. El adorador de consignas vacías diseñadas para
epatar a la audiencia televisiva, el que ve todo como si fuera un plató de
televisión, y a todo dedica el mismo cariño, respeto y mesura, ninguna. Iglesias
subió a la tribuna y se dedicó a echar la bronca a todo el mundo menos a él
mismo, reflejo de una santidad inmaculada que él mismo se ha atribuido y que
muchos ingenuos, llevados por un papanatismo impropio de quienes se dicen leídos,
le otorgan sin rechistar. Subido en su ola populista en la que “la gente” es la
protagonista, el pueblo es el señor y sus votantes son los únicos ciertos,
Iglesias iba soltando diatribas y acusaciones a todo aquel que pueda
interponerse en su camino hacia el poder absoluto, que es lo único que
persigue. Insultó al PSOE, no sólo al candidato Sánchez, sino al partido, a sus
cuadros dirigentes y a todos los que, en el pasado, han ocupado cargos públicos.
Insultó al PP, aunque es cierto que le dedicó menos tiempo que a cualquiera de
los asaetados miembros de la familia socialista, despreció con saña a
Ciudadanos, en unas manifestaciones en las que sobre todo destilaba envidia y
celos, acusándolos de ser la reencarnación de todos los avernos que el
doctrinario comunista tiene escritos en piedra desde que la toma del palacio de
invierno destruyó los símbolos de la dictadura zarista para suplantarlos por la
leninista. En un tono de mitin duro, molesto, atropellado, lleno de consignas,
lugares comunes y sentencias que rozaban la banalidad de Paolo Coelho con las
arengas a las masas del líder supremo, Iglesias ofreció en el Congreso la
imagen que miles y miles de vídeos de You Tube muestran de su carrera política,
pese a los intentos realizados en los últimos meses de transformarse,
disfrazarse, enmascararse en un líder “progresista” para tratar de captar votos
de un espectro que vaya más allá de los afectos al régimen chavista, los
radicales de extrema izquierda y los independentistas, violentos o no, que
forman una extraña e incompatible amalgama que, curiosamente, en España logra
aunarse de una manera impropia, porque ya me dirán ustedes qué puede haber más
opuesto que la izquierda y el nacionalismo. En cada frase lapidaria Iglesias
pegaba una patada no sólo a las posibilidades de acuerdo con un PSOE que lo
necesita, sino a la convivencia, a la historia y a los logros del periodo democrático
de estas últimas décadas. Su espectáculo, triste, antiguo, carca y
completamente ajeno a la realidad, sólo tuvo utilidad para los historiadores,
que vieron revivido a algunos de aquellos a los que estudian desde hace un
siglo.
Como buen bolchevique de fábrica, Iglesias
necesita la destrucción de la democracia para erigirse como líder redentor. Y
ayer hizo muy bien su papel de agitador, de subversivo. Cada vez que lo oía me
venía la imagen, para no buscar liderazgos en blanco y negro, de Donald Trump,
otro demagogo que busca en la bronca y la agitación la victoria, y que también,
tristemente, la obtiene. Ambos representan las vísceras de una sociedad que,
sangrante, supura bilis y clama venganza. Sigo sin entender como analistas,
periodistas sesudos y líderes de opinión con criterio y lecturas en su bagaje
mantienen su admiración ante un personaje como Iglesias.
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