jueves, marzo 03, 2016

Pablo Iglesias o la más rancia política

Pocas novedades pudimos ver ayer en la sesión de investidura de Pedro Sánchez en el Congreso, empezando por lo último, el resultado de la votación, con unos rotundos 219 noes frete a los 130 síes previstos y la abstención de Coalición Canaria. Con una elevada probabilidad, altísima, ese será el resultado que se obtenga en la segunda votación, la de mañana, a eso de las 20 horas. Y después, dos meses de posibilidades de acuerdos que empezaron a contar desde el momento de la votación de ayer. Eso, la puesta en marcha del reloj de descuento hacia nuevas elecciones, es el fruto más claro de la sesión de investidura.

Tampoco hubo sorpresas en lo que hace al comportamiento de los oradores, y eso tiene ventajas, porque nos permitió ver la cara auténtica de cada uno. En casi todos los casos es la misma que la que ya conocíamos, y sólo Pablo Iglesias se mostró diferente, aunque esa impresión sea falsa. De hecho ayer pudimos ver al Pablo Iglesias de siempre. El mitinero, el vocinglero, ruidoso, demagogo, faltón, irreverente, maleducado y populista hasta el extremo. El adorador de consignas vacías diseñadas para epatar a la audiencia televisiva, el que ve todo como si fuera un plató de televisión, y a todo dedica el mismo cariño, respeto y mesura, ninguna. Iglesias subió a la tribuna y se dedicó a echar la bronca a todo el mundo menos a él mismo, reflejo de una santidad inmaculada que él mismo se ha atribuido y que muchos ingenuos, llevados por un papanatismo impropio de quienes se dicen leídos, le otorgan sin rechistar. Subido en su ola populista en la que “la gente” es la protagonista, el pueblo es el señor y sus votantes son los únicos ciertos, Iglesias iba soltando diatribas y acusaciones a todo aquel que pueda interponerse en su camino hacia el poder absoluto, que es lo único que persigue. Insultó al PSOE, no sólo al candidato Sánchez, sino al partido, a sus cuadros dirigentes y a todos los que, en el pasado, han ocupado cargos públicos. Insultó al PP, aunque es cierto que le dedicó menos tiempo que a cualquiera de los asaetados miembros de la familia socialista, despreció con saña a Ciudadanos, en unas manifestaciones en las que sobre todo destilaba envidia y celos, acusándolos de ser la reencarnación de todos los avernos que el doctrinario comunista tiene escritos en piedra desde que la toma del palacio de invierno destruyó los símbolos de la dictadura zarista para suplantarlos por la leninista. En un tono de mitin duro, molesto, atropellado, lleno de consignas, lugares comunes y sentencias que rozaban la banalidad de Paolo Coelho con las arengas a las masas del líder supremo, Iglesias ofreció en el Congreso la imagen que miles y miles de vídeos de You Tube muestran de su carrera política, pese a los intentos realizados en los últimos meses de transformarse, disfrazarse, enmascararse en un líder “progresista” para tratar de captar votos de un espectro que vaya más allá de los afectos al régimen chavista, los radicales de extrema izquierda y los independentistas, violentos o no, que forman una extraña e incompatible amalgama que, curiosamente, en España logra aunarse de una manera impropia, porque ya me dirán ustedes qué puede haber más opuesto que la izquierda y el nacionalismo. En cada frase lapidaria Iglesias pegaba una patada no sólo a las posibilidades de acuerdo con un PSOE que lo necesita, sino a la convivencia, a la historia y a los logros del periodo democrático de estas últimas décadas. Su espectáculo, triste, antiguo, carca y completamente ajeno a la realidad, sólo tuvo utilidad para los historiadores, que vieron revivido a algunos de aquellos a los que estudian desde hace un siglo.

Como buen bolchevique de fábrica, Iglesias necesita la destrucción de la democracia para erigirse como líder redentor. Y ayer hizo muy bien su papel de agitador, de subversivo. Cada vez que lo oía me venía la imagen, para no buscar liderazgos en blanco y negro, de Donald Trump, otro demagogo que busca en la bronca y la agitación la victoria, y que también, tristemente, la obtiene. Ambos representan las vísceras de una sociedad que, sangrante, supura bilis y clama venganza. Sigo sin entender como analistas, periodistas sesudos y líderes de opinión con criterio y lecturas en su bagaje mantienen su admiración ante un personaje como Iglesias.

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