Créanme que, por un momento lo he
intentado, aunque me ha dado vértigo. Hoy mismo, viniendo en metro al trabajo.
Ayer, por un momento, en el autobús en el que recorría media España de vuelta a
Madrid. O en un pequeño instante de aburrimiento en la deprimente estación de
autobuses de Bilbao, sobre todo el Miércoles por la tarde, en un espacio
abierto, concurrido y con cientos de personas y maletas. Por un instante me he
planteado lo que debe pasar por la cabeza de alguien que, en breves instantes,
no sólo va a morir. Va a matar. Y no he sido capaz de mantener el experimento más
allá de unos segundos.
En el metro, quizás, es el lugar
más fácil para pensar en ello, donde menos seguridad hay y puede haber, por
definición. Con vagones atestados en hora punta, anonimidad máxima, caras que a
veces se repiten pero que, en muchas ocasiones, no se volverán a ver. Pasillos
estrechos, espacio subterráneo, alta densidad humana. El terrorista llega a su
andén, sito algunas paradas antes del lugar en el que tiene pensado detonarse,
quizás una estación, quizás en el túnel intermedio entre ellas. Espera
pacientemente junto con otros muchos ciudadanos que, a esas horas de la mañana,
medio dormidos, tratan de llegar a su trabajo. Leen, oyen música, pasan el
rato, esperan en definitiva. Él es el único que está ahí con una misión, con
una llamada. Frente a la irrelevancia de los impíos que le rodean, él cree
saber que ese metro que llegará en segundos le conducirá al paraíso. Se oye un
ruido en la estación y la cadena de vagones del convoy penetra, en medio de un
estruendo de maquinaria y frenos. Detiene su avance y se abren las puertas, de
las que sale un río de gente que se cruza con todos los que quieren entrar. El
intercambio de personas se produce y, a una señal acústica dada, el metro
cierra las puertas y reanuda su marcha, abandonando el andén de la estación, la
última que pisará en su vida. En esos minutos, segundos, el terrorista sigue
vivo, como todos los que le rodean, y puede ver sus rostros, ojos, expresiones.
Durante
unos instantes va a compartir existencia con aquellos a los que va a matar,
siendo plenamente consciente de ello. Mira sus manos, que como las de los que
le rodean, se agitan en el aire, sostienen cosas o aprietan botones y
pantallas, y sabe que será un gesto de su mano el que las destroce todas. En
ese último momento, ¿cruzará la duda por la mente del suicida? ¿Sentirá un
resquicio de remordimiento por lo que va a hacer? o peor aún ¿Estará cada vez más
convencido de su acto? Cuando me planteo la situación, me hundo en el vértigo
propio de saber que mi vida desaparecerá, y soy incapaz de calibrar el daño que
sería capaz de hacer a los que me rodean. Para el terrorista, que ya atisba la
llegada de su objetivo, su vida ya ha sido entregada a lo alto, en un
sacrificio supremo, en el que es el mayor de los pecados posibles, y sólo restan
segundos para que su acción se lleve a cabo en plenitud, y el paraíso prometido
supla a la vida vacía llena de miedo y temor, de infieles, de pecadores, de
enemigos. Las promesas que su guía y mentor le ha hecho durante todos estos
años se van a ver, por fin, hechas realidad, y sólo queda recitar en su
interior una última oración de despedida de la vida terrena, de recibimiento de
la plena celestial, y esperar ese fogonazo de luz que acabará con los impíos y
le llevará al cielo prometido. Llega el momento, vislumbra el objetivo
escogido, y su mano actúa sin vacilación ni miedo.
Define
el diccionario de la RAE el término inmolarse con tres acepciones, todas
ellas referidas al sacrificio de una víctima a una divinidad en provecho u
honor de alguien o algo. Por ello inmolarse es, resumidamente, dar la vida por
los demás. Se inmola aquel que, por ejemplo, muere salvando a otros en un
incendio o una playa, o el padre que pierde la vida para salvar a la de su
hijo. Los terroristas suicidas, que mueren y matan, no se inmolan. Asesinan con
sus cuerpos. No les cedamos una victoria con el lenguaje, no ensuciemos el
concepto de inmolación con su barbarie. Asesinos son. De una inimaginable
crueldad.
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