miércoles, marzo 30, 2016

No se inmolan. Asesinan

Créanme que, por un momento lo he intentado, aunque me ha dado vértigo. Hoy mismo, viniendo en metro al trabajo. Ayer, por un momento, en el autobús en el que recorría media España de vuelta a Madrid. O en un pequeño instante de aburrimiento en la deprimente estación de autobuses de Bilbao, sobre todo el Miércoles por la tarde, en un espacio abierto, concurrido y con cientos de personas y maletas. Por un instante me he planteado lo que debe pasar por la cabeza de alguien que, en breves instantes, no sólo va a morir. Va a matar. Y no he sido capaz de mantener el experimento más allá de unos segundos.

En el metro, quizás, es el lugar más fácil para pensar en ello, donde menos seguridad hay y puede haber, por definición. Con vagones atestados en hora punta, anonimidad máxima, caras que a veces se repiten pero que, en muchas ocasiones, no se volverán a ver. Pasillos estrechos, espacio subterráneo, alta densidad humana. El terrorista llega a su andén, sito algunas paradas antes del lugar en el que tiene pensado detonarse, quizás una estación, quizás en el túnel intermedio entre ellas. Espera pacientemente junto con otros muchos ciudadanos que, a esas horas de la mañana, medio dormidos, tratan de llegar a su trabajo. Leen, oyen música, pasan el rato, esperan en definitiva. Él es el único que está ahí con una misión, con una llamada. Frente a la irrelevancia de los impíos que le rodean, él cree saber que ese metro que llegará en segundos le conducirá al paraíso. Se oye un ruido en la estación y la cadena de vagones del convoy penetra, en medio de un estruendo de maquinaria y frenos. Detiene su avance y se abren las puertas, de las que sale un río de gente que se cruza con todos los que quieren entrar. El intercambio de personas se produce y, a una señal acústica dada, el metro cierra las puertas y reanuda su marcha, abandonando el andén de la estación, la última que pisará en su vida. En esos minutos, segundos, el terrorista sigue vivo, como todos los que le rodean, y puede ver sus rostros, ojos, expresiones. Durante unos instantes va a compartir existencia con aquellos a los que va a matar, siendo plenamente consciente de ello. Mira sus manos, que como las de los que le rodean, se agitan en el aire, sostienen cosas o aprietan botones y pantallas, y sabe que será un gesto de su mano el que las destroce todas. En ese último momento, ¿cruzará la duda por la mente del suicida? ¿Sentirá un resquicio de remordimiento por lo que va a hacer? o peor aún ¿Estará cada vez más convencido de su acto? Cuando me planteo la situación, me hundo en el vértigo propio de saber que mi vida desaparecerá, y soy incapaz de calibrar el daño que sería capaz de hacer a los que me rodean. Para el terrorista, que ya atisba la llegada de su objetivo, su vida ya ha sido entregada a lo alto, en un sacrificio supremo, en el que es el mayor de los pecados posibles, y sólo restan segundos para que su acción se lleve a cabo en plenitud, y el paraíso prometido supla a la vida vacía llena de miedo y temor, de infieles, de pecadores, de enemigos. Las promesas que su guía y mentor le ha hecho durante todos estos años se van a ver, por fin, hechas realidad, y sólo queda recitar en su interior una última oración de despedida de la vida terrena, de recibimiento de la plena celestial, y esperar ese fogonazo de luz que acabará con los impíos y le llevará al cielo prometido. Llega el momento, vislumbra el objetivo escogido, y su mano actúa sin vacilación ni miedo.

Define el diccionario de la RAE el término inmolarse con tres acepciones, todas ellas referidas al sacrificio de una víctima a una divinidad en provecho u honor de alguien o algo. Por ello inmolarse es, resumidamente, dar la vida por los demás. Se inmola aquel que, por ejemplo, muere salvando a otros en un incendio o una playa, o el padre que pierde la vida para salvar a la de su hijo. Los terroristas suicidas, que mueren y matan, no se inmolan. Asesinan con sus cuerpos. No les cedamos una victoria con el lenguaje, no ensuciemos el concepto de inmolación con su barbarie. Asesinos son. De una inimaginable crueldad.

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