Este fin de semana ha estado
marcado por un evento, que algunos denominan deportivo, pero que no es sino
otra muestra de hasta qué punto el marketing puede triunfar y lograr que la
gente se gaste el dinero que no tiene en lo que no lo vale y se sienta
satisfecha por ello. Millones de personas desembolsando millones de euros para
que unos pocos millonarios lo sean aún más. Algo carente de sentido desde todo
punto de vista, y que encima es festejado por algunos como un éxito, lo que lo
lleva hasta el absurdo. Todo esto sucedía al norte de Italia, y hacia allí han
estado puestos todos los ojos y al atención, no se si del mundo, desde luego de
nuestro país.
Mientras tanto, al sur del mismo
país, en el canal de Sicilia, moría gente sin cuento, sin control, sin
contabilidad, y sin que nadie lo viese ni le prestara atención. Varias han sido
las organizaciones que han tratado de poner cifras a los muertos de esta pasada
semana, pero es muy difícil saber realmente de cuántas personas estamos
hablando. La cifra de setecientos parece ser la más comentada, pero pueden
haber sido más o menos, no hay manera de precisarlo. No teníamos cientos de
enviados especiales sobre esas aguas para contárnoslo, no había platos
improvisados en barcazas ni presentadores estrella de múltiples cadenas que nos
lo narrasen en vivo y en directo. No había anunciantes, publicistas, expertos
en mercadotecnia ni otros profesionales que organizasen el evento y la
cobertura. Y desde luego no había un euro, ni un solo euro que ganar en medio
de ese Mediterráneo vacío de atención y lleno de drama. En los informativos del
fin de semana, en medio de interminables conexiones especiales con la nada más
absoluta, se colaban algunas noticias, pero eran apenas flases, intentos de
asomar la cabeza por encima del sacrosanto evento planetario que todo lo
llenaba y exigía. Y desde luego, nada de malas noticias. Nada de muertes,
tragedias o angustias que entorpecieran la sensación de triunfo y gozo que
llenaba a (casi) todos. Ayer, con la bajada de la marea mediática, empezó a
colarse alguna
imagen de lo que pudo haber pasado en el mar, y es otra vez un niño el
protagonista de la misma. Corrijo, no es un niño, es un bebé. En la foto se
ve a un hombre grande, fornido, de barba pelirroja, que sostiene en sus manos
lo que parece un muñeco realista, tan realista que es un bebe de verdad, muerto,
ahogado, como al parecer también sus padres, todos ellos muertos el pasado
viernes en uno de esos hundimientos de los que nada sabemos ni, probablemente,
sabremos. No sabemos cómo se llamaba ese niño, ni sus padres, de dónde venía,
de quién huían, cuándo salieron de su hogar, en qué estado de ruina lo dejaron,
si la guerra les pisaba los talones o escapaban antes de que les alcanzase, cómo
alcanzaron las costas de una Libia que ya no existe, cuántos kilómetros levaban
a sus espaldas, cuántos días de angustia y miedo, cuánto pagaron a la mafia de
turno que les apretujó en una embarcación junto a otro montón de personas y les
lanzó a la deriva de un mar que no perdona a nada ni a nadie… ya no sabremos
nada de la historia de ese bebé ni de su final, ni de lo que ansiaban buscar en
este lado del mundo. Quizás el hombre que sostiene al bebé fallecido también se
estaría haciendo alguna de estas preguntas en ese instante, pero a buen seguro que
no tampoco tiene respuesta alguna. El casco que cubre su gran cabeza tapa sus
ojos, que a buen seguro están llenos de unas lágrimas que, quizás, sea lo único
que obtenga como resultado de sus preguntas. La escena, desoladora, no necesita
comentario alguno.
Todo esto sucedía al sur de Italia, mientras al
norte cientos de miles de personas y de millones de euros se congregaban en una
fiesta de la ostentación de la riqueza, del nivel de vida que hemos alcanzado,
y que, orgullosos, proclamamos a lo largo y ancho de todo el planeta, con el
deseo profundo de ser envidiados y con la firme determinación de que nadie
venga a quitarnos nada de lo que consideramos que nos pertenece por derecho
propio. Desde luego, ni ese bebé ni sus familiares podrán ya compartir nada de
lo que nos hace felices a los que vivimos a este lado del Mediterráneo. Lo poquísimo
que tenían lo perdieron en las aguas que, también, a nosotros nos bañan. Y no
había presentadores mediáticos para contarlo, ni enviados especiales, ni platós
a pie de barca.