Hoy es un día extraño para la
prensa española, de esos que lo dicen todo sobre la situación en la que se
encuentra, pero que de poco sirven para vislumbrar un futuro que, como mínimo,
se presenta difícil. El periódico más vendido del país, El País, cumple cuarenta años, una fecha redonda,
en medio de un desplome de sus ventas. La segunda cabecera nacional, El Mundo, hoy no sale al kisoco en edición
impresa por huelga, ante el ERE que reducirá su plantilla en cerca de
doscientos empleados. Y el resto de cabeceras luchan cada día por llegar a un
punto de venta en el que la prensa es, cada vez, lo de menos.
El mito del periodista, de su
medio, y de la libertad de información, de la que precisamente ayer se
conmemoraba su día internacional, está de capa caída. Las empresas que dan
sustentos a los profesionales, que saben escribir y escriben de lo que saben,
agonizan en medio de una revolución tecnológica que ha destrozado el canal
habitual de venta y, con él, gran parte de sus ingresos. Las webs de pago no
acaban de arrancar, y cuando lo hacen ofrecen, sobre todo, servicios de
suscripción que apenas cubren los costes operativos y los sueldos de los
trabajadores. La publicidad de la versión impresa sigue siendo la gran
financiadora de la prensa en todo el mundo, pero la inexorable bajada de las
ventas está teniendo efectos demoledores en las cuentas de todas las editoras.
Así, cada pocos meses, una tras otra, afrontan EREs y otras figuras que no son
sino una forma de reducción, de achicarse para tratar de sobrevivir. Internet
también ha permitido el surgimiento de medios nuevos, de formas alternativas de
periodismo basadas en el artículo largo, el rigor, la seriedad y el estilo, que
subsisten en una situación económica precaria, pero que nacidas en ese entorno,
tratan de adaptar sus escasos costes, sobre todo los salarios, a esa nueva
plataforma. Quizás sean ellas las vencedoras del futuro. Quienes creo que no
van a salvar al sector ni ser su esperanza es esas tendencias que vemos día a día
enmarcadas en lo que se llama “periodismo ciudadano”. Muchos gurús y expertos
de todo tipo hablan de que en cada bolsillo llevamos una cámara, una unidad de
edición y una vía de comunicarnos con el mundo, y eso ya nos hace periodistas. Los
medios tecnológicos ponen a nuestra disposición las herramientas para compartir
información, eso es cierto, y muy novedoso, pero esa idea me parece tan absurda
como la de que por el hecho de poder comprarse un coche uno pueda decir que
sabe conducir. La ubicuidad tecnológica nos permite a todos ser testigos de la
noticia, y dar fe de ello, eso es cierto, pero ni mucho menos nos hace
profesionales del relato de la misma, del arte de contarla y transmitirla a los
demás. Junto con la cámara y la conexión a muchos Gs llevamos encima prejuicios,
sesgos, criterios que ni están basados en la objetividad ni en otros parámetros
que deben ser la base del periodismo. Poner a un montón de ciudadanos a contar
historias desde la calle resulta pintoresco, curioso, divertido y, sobre todo,
barato, muy barato. Tanto que no tiene coste salarial para quienes les animan a
comportarse así, logrando devaluar del todo la profesión del periodista que, en
estos tiempos de confusión, ruido y desinformación, resulta más necesaria que
nunca.
Podría poner muchos ejemplos de lo que debe ser
un periodista, y lo que cuesta serlo. Basta uno. Ayer
mismo se entregaron los galardones del club internacional de prensa. Carlos
Franganillo, actual corresponsal de TVE en Washington y anteriormente enviado
en Moscú, fue uno de los galardonados. Sus crónicas, que trabajo y sustos
le han costado, han servido para que muchos pudiéramos saber qué es lo que
pasaba en Maidan, en Kiev, en medio de las revueltas, o en Fergusson, Misuri, entre
conflictos raciales. Profesionales como él, presentes en medios públicos y
privados, y de todo tipo de difusión, deben ser reconocidos por su labor, y
desde luego, pagados por ella. Es tan simple como justo y necesario.
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