miércoles, mayo 25, 2016

Albert Rivera en Venezuela

Es imposible, a casi un mes de las elecciones, deslindar la visita de Albert Rivera a Venezuela de la campaña electoral. De hecho todo lo que se haga en estas fechas, sea pensado en esos términos o no, será interpretado en clave política y electoral. Pero es indudable la valentía y el coraje que Rivera ha demostrado en su gesto de apoyo a los opositores venezolanos, a los que luchan por la libertad en aquel país y a las clases medias y bajas de una nación que, harta de la corrupción tradicional, se echó en brazos de un mesianismo armado que la ha conducido a la más profunda de las crisis y pobrezas. Rivera ha hecho lo debido. Y eso es indudable.

Es Venezuela la constante historia de una posibilidad frustrada, de unas excelentes condiciones de partida, de una riqueza natural y humana extraordinaria, que no deja de echarse a perder por cómo se ha gestionado. Durante décadas los ingresos, fabulosos, provenientes del petróleo condenaron a la economía venezolana a eso que se llama la “trampa de los holandeses”. El río de divisas que accedía al país de manera irrefrenable y sólo a cuenta del crudo hacía que cualquier otra inversión productiva no fuera rentable. Era imposible crear empresas de otro tipo, y sobre esa catarata de dinero empezaron a surgir, como suele ser habitual en estos casos, oligarcas, potentados y familias que se hicieron con la mayor parte de los réditos de la economía nacional, convirtiéndola en un cortijo. Si Latinoamérica ha tenido en su abrupta desigualdad uno de los mayores males de su historia, el caso venezolano era paradigmático. Corrupción desatada e ineficiencias acabaron por soterrar a la democracia en Caracas, democracia que era más formal que efectiva, y un golpe de estado encabezado por un militar bravucón y poseído por una verborrea alucinógena, de nombre Hugo, se hizo con el poder, no al primer intento, es verdad, pero sí a la larga. Chávez mostró inteligencia política, y se dio cuenta de que su reinado absolutista sólo podía durar si atrapaba a las masas, si las encandilaba, y se puso al frente de un discurso basado en el comunismo de toda la vida y el nacionalismo, tanto venezolano como latinoamericano. La explotación del discurso de la agresión exterior siempre funciona en sociedades pobres, incapaces de hacer frente al hecho de que quienes más les roban no son los de otros países, sino algunos de sus propios compatriotas. El chavismo fue afianzando su poder a base del palo de la represión y la zanahoria de los subsidios basados en ese maná petrolífero, que llegó a costar bastante más de 100 dólares el barril. Así mismo Chávez supo engrasar, nunca mejor dicho, su imagen en el exterior, tanto exhibiéndose como abanderado de los desarrapados (un clásico de la falsedad) como financiando movimientos y grupos de trabajo en el exterior que elogiasen su figura y obra. La economía venezolana, mientras tanto, seguía igual de abandonada, en Caracas se daba un asesinato cada media hora más o menos y la estructura del país se descomponía, pero el petróleo caro todo lo amparaba. La muerte de Chávez por un cáncer, la llegada al poder de Nicolás Maduro, un vulgar imitador que no duraría ni dos días en un programa de variedades televisivas, y el derrumbe del petróleo, eran las condiciones necesarias para que Venezuela, otra vez, se derrumbase. Y en ello está, cayendo en picado por el pozo negro de la corrupción, dictadura, inflación y pobreza.

Venezuela es el ejemplo perfecto de esa teoría de Acemoglu y Robinson de que son las instituciones, la forma en la que los humanos gestionamos los recursos, lo que permite el crecimiento económico y la huida de la pobreza. De nada sirve la infinita riqueza natural de Venezuela si, bien una panda de corruptos o de golpistas, o de ambas cosas, se hacen con el poder y mangonean a su antojo. Rivera lo está viendo con sus propios ojos, y su intervención ante la asamblea venezolana, en un acto que eleva su condición de presidenciable, es el mensaje que, proveniente de un liberalismo tranquilo y de un sentimiento democrático normal, el de la Europa que deseamos muchos, no se olvida de Venezuela en este momento tan dramático para su población.

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