Ayer, por primera vez en mi vida,
pude acudir a un acto en el que participaba un premio Nobel de literatura Tuvo
lugar en el Espacio Telefónica, y presentado por Marta Fernández, el
protagonismo recaía en la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich.
Mujer menuda, de suaves gestos, de ruso hablar, y que gracias a una buena
traducción simultánea pudo ser escuchada por un auditorio que, atestando el
local, asistió a toda una revelación, a un discurso, hilvanado a través de las
precisas preguntas de Marta, que llegó al corazón de todos los presentes, tanto
por la intensidad del mensaje como por la sinceridad y honestidad que emanaba
de quien lo pronunciaba.
Hubo algunos que el año pasado,
tras la concesión del Nobel, criticaron al jurado por otorgárselo a una
periodista, como señalando que pertenecía a un oficio menor que el del
novelista o poeta. La obra de Svetlana es periodística, sí, se basa sobre todo
en entrevistas y testimonios que, en función del tema que se trate, le permiten
a la autora componer su relato. Un relato novelado, pero que no escapa nunca,
ni lo pretende, de la realidad que le han contado los testigos que la han
vivido de primera mano. Esas críticas a las que me refería fueron, por su
puesto completamente injustas y falaces. A lo largo de su conversación de ayer,
Svetlana volvió nuevamente a esos escenarios en los que ha desarrollado su vida
y trabajo, escenarios de guerras presentes como la del Afganistán ruso de los
ochenta o el Chernóbil de la radiación nuclear, escenarios pasados que no pudo
conocer, como el de la Segunda Guerra Mundial, o escenas continuas de la vida
bajo la dictadura comunista, que ha constituido gran parte de su vida adulta y,
desde luego, todos sus años de infancia y adolescencia. Contó Svetlana varios
episodios de todos estos frentes, frentes reales o figurados, dominados por la
violencia, el miedo al fusil empuñado por el enemigo, la camaradería entre las
tropas, la masculinidad que transforma en heroísmo la crueldad de la guerra, y
el atroz sentimiento de impotencia que sienten todos aquellos que no pueden
defenderse, especialmente mujeres y niños. Ese horror, ese mal que ella vio y
oyó relatado a otros lo ha plasmado en sus páginas, llenas sin embargo de una
gran ternura, de un cariño que calificaba como femenino, frente a la
masculinidad violenta de la batalla, pero que puede extenderse como concepto al
de puramente humano. En medio del mal Svetlana era capaz de encontrar historias
de esperanza, muchas de ellas condenadas a ser destruidas, como la de esa
pareja que se besa en medio de los disparos, a sabiendas de que en breve van a
ser conducidas al pelotón de fusilamiento, como la de esos mutilados de guerra
que, repudiados por sus familias al verse convertidos en tara, en estorbo para
ellas, piden a la periodista que les ayude contando su relato, como esos
aguerridos machos que en las polvorientas montañas afganas presumen de la
carnicería que montan sus bellas y efectivas minas, y se regodean ante la mujer
periodista enseñándole los restos deshechos de los infortunados que las han
pisado, como si fueran trofeos de guerra. Ante preguntas del auditorio admitió
Svetlana que se debe tener algo de valentía para afrontar episodios así, pero mucha
menos que la del cirujano que abre un corazón y no puede dejarse influenciar,
sabiendo que su trabajo es lo más importante. O la que necesita la pediatra
cuando debe comunicar a unos padres que su hijo tiene una grave enfermedad. Su
valentía es liviana comparada con la de estos profesionales, afirmó, pero su
compromiso con la obligación profesional, en este caso la de transcribir esos
testimonios, es igual de exigente.
Fueron muchos los temas que abordó la entrevista
y las preguntas posteriores, varios de ellos centrados en la rabiosa actualidad
de una Rusia conspiranoica que, bajo la bota de Putin, cercena libertades y
camina hacia un nuevo autoritarismo perfecto. O el resurgir, incomprensible no
sólo para ella, de ideales comunistas en la próspera Europa, que quieren volver
a un pasado de dolor, de fracaso, amparados en la soberbia juvenil que siempre
cree que no cometerá los mismos errores que sus padres, justo antes de
embarcarse nuevamente en ellos. Fue hora y media de charla magistral sobre la
vida desde una posición honesta, modesta, elevada y llena de misericordia, si
se me permite el término, tras lo mucho visto y vivido. Compren sus libros,
lean su obra, adéntrense en el mundo real, lleno de dolor y, también,
esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario