jueves, mayo 12, 2016

No deja de llover en Madrid

2016 va camino de ser uno de los años meteorológicos más interesantes de los que hay recuerdo. Ya saben que ni los más viejos del lugar recuerdan nada que se le parezca a lo que sucedió un día cualquiera, si son preguntados por ello, lo que da fe de la mala memoria que tenemos los humanos. Es casi seguro que todos recuerdan este pasado invierno que no llegó a serlo, que por cada día de frío tenue nos regalaba varios de sol y temperaturas suaves, que animaban la paseo. Anochecía muy pronto, sí, pero el termómetro te decía que no estaban ni en enero ni en febrero. Ni en marzo, que nos dejó una temprana y bonita Semana Santa.

Primeros días de abril, y el miedo a que el calor llegara de verdad se extendía con la misma rapidez con la que crecía el día. Todo parecía ir por el camino de otro eterno verano, como el del año pasado, hasta que abril empezó a hacer uso de su fama de lluvias mil, y frentes y aguaceros empezaron a entrar sin descanso por el oeste peninsular, empezando a regar unas tierras que, desde principios de año, estaban agostadas. Esos frentes dejaron las nieves que aún lucen algunas cordilleras, y consiguieron remontar una temporada de esquí que en su tramo inicial y medio fue desastrosa, dado que las pistas parecían montoneras de grava de lo desnudas que lucían. Poco a poco en Madrid los jardines, como el de mi barrio, que viven de la lluvia que cae, y ya eran arenales veraniegos, se fueron tiñendo de un tímido verde, que al principio crecía inseguro, temeroso, tras meses de castigo solar, como no fiándose de esa lluvia que le caía, pensando que era un señuelo para asomar la cabeza y que el mazo solar le estampase su golpe sobre ella. Sin embargo, y dado que a esas lluvias le siguieron otras y otras, las hierbas se animaron finalmente y brotaron. A mediados de abril mi barrio lucía primaveral, de una manera sorprendente, casi inesperada. Los pantanos, a cuyas curvas me he referido alguna vez, hicieron un giro de vuelta muy parecido al que experimentó el Ibex en marco, y tras desplomarse en invierno empezaron a crecer en primavera, con poca fuerza al principio, pero luego ya con determinación. Llegaron las primeras inundaciones a Castilla y León, tras días y días de lluvias en toda la comunidad que, tanto en la tierra de campos como en las zonas de montaña, veía como las nubes se habían hecho con sus cielos. Lerma, Valladolid y, sobre todo, Zamora, vieron mansas crecidas de cauces que se extendían como sábanas al viento, ocupándolo todo. Sin destruir por falta de furia, pero empapando hasta que la vista alcanzase. En Madrid, de manera irregular, seguía lloviendo, y los dueños de las terrazas, que las llenaron en invierno, empezaban a tener que esconderlas justo cuando la temporada debía empezar, porque el chubasco de tarde se estaba convirtiendo en una tradición. Se acabó abril, empezó mayo, y tuvimos en la capital un episodio de tres días de temperaturas suaves, de entorno a los 27 grados, que a muchos les sentó a alivio y a algunos asustó como preludio de un calor (¿ya está aquí? ¿ya está aquí?) que empezaba a tocar. Pero fue un espejismo. A los pocos días de mayo, una tarde, llovió, con ganas. La temperatura se desplomó, y a partir de ahí, y durante ya una semana larga, ha llovido todos los días con una intensidad variable, pero nunca escasa.

Amanece por la mañana como hoy, con nubes y claros, a veces nubes finas, otras más serias, que a lo largo de la mañana van cogiendo fuste, y a primera hora de la tarde, desde la atalaya de la oficina, se vislumbran ya las primeras cortinas de precipitación que, al fondo, a muchos kilómetros, anticipan el chaparrón que caerá en la ciudad en las próximas horas. El viento se encrespa, las ramas se agitan y las nubes, cada vez más consistentes, se abalanzan contra la ciudad, volviéndola a regar una tarde más, haciendo correr a los desprevenidos urbanitas, maldecir al señor de la terraza y saltar de júbilo a las plantas, que no se creen lo que les cae, y que han tomado Madrid y sus alrededores para convertirlos, como no recuerdan ni los más viejos del lugar, en un exuberante vergel.

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