La
gran, muy esperada, y magnífica noticia del fin de semana, ha sido la
liberación de los tres periodistas españoles que, desde hace casi un año,
permanecían retenidos por Al Nusra, filial de Al Queda, en el infierno de
Siria. Antonio Pampliega, José Manuel López y Ángel Sastre acudieron como
freelance, sin cobertura de gran empresa y con medios precarios, al avispero de
Alepo en medio de unos combates feroces, y de unas partes que han visto a la
prensa como jugoso bocado con el que traficar y hacer sucios negocios. Su
secuestro supuso una conmoción, pero la discreción requerida ha hecho que
apenas hablemos de ellos desde entonces.
Ayer
Ángel Sastre fue entrevistado en La Brújula de Onda Cero, en una charla muy
emotiva (escúchenla, merece mucho la pena) con David del Cura, presentador del
programa y, sobre todo, amigo. Sastre mostraba un tono de voz elevado,
normal, sorprendentemente normal, sabiendo lo que acababa de pasar en su vida, y
en sus declaraciones transmitía esa sensación de extraña normalidad que, por
momentos, confundía. Sin embargo, en algunos requiebros o momentos, se dejaba
ver, más bien oír, vacilaciones, dudas, síntomas del miedo que, hoy y aún
muchos días, Sastre va a tener muy pegado en el cuerpo. Se le notaba como
recién salido de una cámara de descompresión, sin ser muy consciente aún de lo
que ha vivido ni de dónde se encuentra ahora. La experiencia que han pasado
esos tres hombres es durísima, insoportable. Para ellos, acostumbrados a
trabajar en condiciones adversas, rodeados de peligros, ha debido suponer todo
un trauma, por lo que piensen por un momento su a usted o a mi, tranquilos y
blanditos habitantes de las organizadas sociedades occidentales, nos pasa algo similar.
El relato de Sastre tenía mucho en común con el de otros secuestrados, como los
de ETA, en los que la necesidad de mantener la estabilidad mental era lo
prioritario, más allá de la condiciones físicas del cautiverio. Tener la mente
ocupada, mantener un objetivo firme, asumir que la vida de uno no está en sus
manos sino en la de los captores y, pese a ello, tratar de controlarla, de no
dejarse llevar, ha sido la guía que ha permitido a cautivos como Ortega Lara, Cosme
Delclaux o Emiliano Revilla poder soportar su infierno. Un infierno que,
recordemos, nunca se sabe ni cuándo ni cómo va a terminar. El sadismo con el
que los islamistas han mostrado la forma en la que “resuelven” los secuestros
obligaba a los tres periodistas y a sus familiares a estar preparados para
soportar la peor de las ideas, unida a su obscena propagación por parte de esos
bárbaros. Sólo los familiares de ellos, que han permanecido en un secuestro
interior, rodeados de libertad durante estos meses, pueden entender la
angustia, el calvario por el que han pasado sus seres queridos, y el abrazo de
amor puro, desatado con el que les recibieron el Domingo en una empapada pista
de aterrizaje de Torrejón de Ardoz supuso, también para ellos, el principio del
fin de ese cautiverio virtual en el que se encontraban. Fue la de ese domingo
la primera mañana desde hacía muchas en las que el temor a que una llamada
oficial les avisara de lo peor, o de que, directamente, en su ordenador,
pudieran ver un vídeo yihadista en el que uno de sus familiares fuera
protagonista de una infamia. En ese abrazo compulsivo, en esa carrera que dan
los familiares empiezan, como en la escena de Forrest Gump, a romperse los grilletes
que les han mantenido presos a todos durante casi un año.
Poco a poco Pampliega, López y Sastre
van a ir asimilando todo lo sucedido, siendo conscientes de los detalles de su
cautiverio, y de lo que pueden contar de él y lo que, sin duda, jamás relatarán,
porque hay cosas que se viven que no se pueden contar a nadie, ya que no hay
quien las soporte. Su vida les ha sido devuelta y sus familiares ya les tienen
otra vez en casa. Desde aquí mi reconocimiento a los funcionarios y
profesionales que, durante estos meses, han trabajado en las sombras para
traerlos a la luz, y un abrazo a todos ellos. Y por supuesto, a los tres
periodistas y a todos los suyos. Bienvenidos a casa, curaros de vuestras
heridas, las que se ven y, sobre todo, las que no se ven, en la compañía que durante
tanto tiempo os fue arrebatada.
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