No hubo sorpresas en la sesión de
investidura del sábado y Rajoy resultó elegido como presidente del gobierno en
segunda vuelta, con el curioso resultado de serlo con el menor número de votos
negativos de todos los presidentes que elegidos lo han sido. La abstención del
PSOE, rota por quince votos negativos, otorgó el mandato de la cámara a un
Rajoy que, maniatado en parte, jura hoy su cargo ante el Rey. Se acabó la
situación provisional de “en funciones” y ahora empieza el día a día de las
negociaciones para sacar normas en una legislatura de vida incierta pero, a
buen seguro, intensa.
Lo más reseñable de la sesión del sábado fue volver a comprobar, por si alguno tenía dudas, el abismo que separa a los demócratas de los intolerantes, la enorme brecha que hay entre los que, ideológicamente separados, creemos en la ley y la libertad, y la minoría que sólo cree en su palabra, y considera a los demás como sus siervos. Esta vez ese papel sectario e intolerante fue ejercido por Gabriel Rufián, parlamentario de ERC, un hombre definido por su apellido. Su intervención, breve, como todas las demás, fue hosca, chulesca, inapropiada y, sobre todo, totalitaria. Con un tono propio del niño abusón de colegio que sin duda soñó con ser en su infancia, Rufián iba desgranando insultos y vilezas contra un PSOE que, en esas ofensas, éramos todos. Sus palabras eran aplausos para aquellos que, durante años, han atentado, herido y matado a miembros del PSOE, del PP, de cualquier otro partido, de cualquier otra institución civil, de cualquier otra condición. Asistían los diputados del PSOE, y muchos otros de la cámara, y los medios de comunicación, a una infame soflama que me recordaba los viejos tiempos de Batasuna en el parlamento vasco, cuando con la sangre aún caliente de una víctima del terrorismo sobre una gris acera, jaleaban a los asesinos y echaban sombras de culpa contra el asesinado y sus familias, recitando aquello del “algo habrá hecho” que tantos infames han pronunciado tan alto como bajo han caído en su catadura moral. Las palabras de Rufián exigían respuesta, y en apenas unos segundos, sin que el tiempo del micrófono dejara oírlas todas, Antonio Hernando, el portavoz del PSOE, le dio la réplica debida, diciendo alto y claro que muchos miembros del PSOE han dado su vida, han sido asesinados a lo largo de la historia de España, para que alguien tan rufián como Rufián pudiera subir a esa tribuna para decir lo que había dicho. Y entonces estalló un aplauso de la bancada socialista, popular, ciudadana, PNV y otras formaciones, que actuó como lejía ante la suciedad depositada en la tribuna de oradores. Un aplauso que devolvía algo de dignidad a una cámara vejada, a un hemiciclo violentado que, una vez más, como si se tratara de los años de la dictadura, había escuchado la voz de un totalitario extenderse a lo largo de sus gradas. A ese aplauso no se unió la bancada de Podemos, no se sumaron los que todo el día presumen de ser demócratas pero nunca ejercitan esa actitud. No se unieron los que proclaman ser la sonrisa de una nación, pero que sólo se ríen cuando humillan y desprecian a los que no piensan como ellos. La imagen en la que algunos de sus parlamentarios se enfrentan, con una cara que lo dice todo, a José Manuel Villegas, de Ciudadanos, que les reprocho su actitud, lo dice todo. En esa ira que exhalan se encuentra su auténtica “sonrisa”.
Así comienza esta legislatura. Con un gobierno
en minoría, una oposición dividida y, en parte, sumida en un trauma interno de órdago,
y muchos asientos en la cámara ocupados por formaciones antisistema que harán
todo lo posible para que el gobierno caiga y, sobre todo, se venga abajo la democracia
que entre todos, y cada día, construimos y debemos defender de quienes la
atacan. Tendremos momentos muy divertidos en los meses que vienen por delante,
con acuerdos que aún nos asombrarán más de lo que ya hemos visto (o no) pero lo
que vivimos el sábado en el Congreso no tuvo nada de gracioso. Nada de nada.