Ayer se conmemoró, entre otros
aniversarios coincidentes con la Fiesta Nacional, el
ochenta centenario del discurso de Unamuno en la Universidad de Salamanca,
unas palabras que supondrían su condena en vida y la inminente llegada de su
muerte, acaecida dos meses más tarde mientras penaba en su destierro de
Fuerteventura, donde fue confinado por los franquistas tras el suceso de
Salamanca. Su grito de “Venceréis, pero no convenceréis” resonó en todo el país,
se quedó grabado en las paredes del centro universitario en el que fue
expresado y supuso, en cierto modo, el epitafio de su vida.
Unamuno, como él era, murió
cabreado. Y su vida y obra refleja muy bien las contradicciones de eso que se
llama ser español, un accidente geográfico e histórico, como lo es el de
pertenecer a cualquier otra nacionalidad, que está lleno de connotaciones
peyorativas, fruto de una historia pasada convulsa y llena de momentos
luminosos y trágicos que, en cierto modo, se parece bastante a la de otras
naciones. La principal diferencia respecto a ellas es que sus ciudadanos han
aprendido a vivir con los estigmas de su pasado o, en su caso, a olvidarlos,
mientras que en España seguimos dándoles vueltas y vueltas sin saber muy bien
que hacer. Como lo pasaba a Unamuno, escritor, filósofo y, sobre todo,
polemista, no se si amante de la bronca, pero desde luego creador de muchas y
acicate de las mismas cuando ya estaban generadas. Poco se le lee hoy, en un país
en el que poco se lee a todo el mundo, pero Unamuno representa, en su
trayectoria vital, el espíritu de la contradicción y la decepción que nos llena
a muchos y que, también, nos hace mal vivir con nuestros semejantes. Antinacionalista
vasco furibundo, bilbaíno de pro y enfrentado a todo lo que le hacía dudar,
Unamuno encarna el convulso y caótico inicio del siglo XX en España, sujeto a
corrientes políticas y sociales que, provenientes del exterior, arraigaron aquí
en terreno abonado y dieron lugar a grandes árboles que acabarían enfrentándose
sin piedad. Fue Unamuno monárquico durante un tiempo, pero se desencantó del régimen
a medida que su decadencia era imparable, y se convirtió en republicano. Celebró
la llegada de la nueva forma de gobierno, esperanzado, con la ilusión de que
fuera un punto y aparte a los grandes problemas económicos, sociales y, por su
puesto, culturales, que asolaban España, pero poco a poco también se desencantó
de un régimen que, en muy poco tiempo, mostró su incapacidad para gobernar el
país y apaciguar la ira de dos sociedades que, cada vez, se mostraban más
enfrentadas. Amante del orden y el conocimiento, el caos republicano, que iba
cada vez a más, le enervaba, y acabó viendo con buenos ojos las intentonas de
golpe de estado que, discretas o descaradas, se organizaban contra el régimen. Llegada
la gorda, la de julio de 1936, Unamuno se posicionó claramente a favor de los
sublevados, y creyó nuevamente que esa era la buena, la oportunidad de
estabilizar el país y darle sosiego. Pero él, como todos, se sorprendió muchísimo,
y se aterró aún más, al comprobar que el golpe de julio no iba a ser otro
episodio de “espadones” como lo habían sido muchos a lo largo del anterior
siglo XIX, sino el inicio de una guerra civil, una guerra cruel, salvaje y
descarnada que lo iba a destrozar todo y matar a casi todos. En octubre de
1936, sin llegar a los tres meses de una guerra que duraría tres años, Unamuno
vivía espantado del horror que lo dominaba todo. Se veía en medio de un fracaso
colectivo, repudiaba su apoyo a los crueles golpistas y abjuraba de los
republicanos que, manteniendo una legitimidad, se comportaban de igual manera. Todo
era un desastre.
Y es entonces cuando su voz, su única arma, se
levantó contra las fuerzas vivas que, en una Salamanca dominada por los que lo
harían durante los siguientes cuarenta años, ya mostraban cómo iban a regir la
voluntad del país. Unamuno pudo haber sido asesinado ese mismo día, tras sus
palabras, y no fue por la falta de ganas de muchos de los que allí estaban. Sabía
él que sus palabras le condenaban a una muerte segura, instantánea o no, pero
las dijo. Uso su voz y su intelecto, fue el más valiente de todos los que en
ese paraninfo se encontraban y, después del asesinado Garcia Lorca, se convirtió
en el otro referente de la cultura aplastada por la sinrazón y la muerte. Unamuno
es nuestro reflejo, espejo de nuestras contradicciones. Ojalá que también
ejemplo de valentía y honradez. Leerle a él y otros muchos es el homenaje más
sencillo que podemos hacerle.
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