Este fin de semana tuvo lugar en Birmingham,
segunda ciudad en tamaño del Reino Unido, el congreso del partido conservador,
primero tras la aprobación del brexit y primero también en el que Teresa May se
dirigía a las bases y cargos de su partido como líder del mismo y Primera
Ministra, sin que haya superado aún votación alguna para hacerse con ambos
cargos. El anuncio más determinante de ese acto fue que se concretó Marzo de
2017 como la fecha en la que se invocará el artículo 50 del Tratado de la UE
para comenzar las negociaciones de desconexión del Reino Unido del club
europeo. May hizo un discurso duro.
Y como respuesta a esa andanada
de su jefa, a lo largo de la semana asistimos, con cara de incredulidad y preocupación,
o al menos es la que a mi me domina, a anuncios que parecen sacados de los
libros de historia del siglo XX, de su época entreguerras. Se ha producido una
revuelta por parte de los responsables de la sanidad británica, en la que cerca
de un 40% de los profesionales han obtenido su título fuera de las islas, para “renacionalizar”
el servicio y cubrir todas esas plazas con trabajadores oriundos de las islas. Y
en un ejercicio que roza la xenofobia, si no es que la alcanza por completo, el
Ministerio de Interior insta a las empresas a hacer listas de los profesionales
que no sean británicos y trabajen en ellas. El objetivo que busca con esta
idea es el de catalogar “vacantes” que puedan ocupar ciudadanos del Reino Unido,
previo despido y expulsión del trabajador no británico, claro está. También se
ha anunciado un endurecimiento de la política de visados para estudiantes, con
el objeto de que el acceso de los no británicos a las facultades del país sea más
difícil y, llegado un punto que se considere de “saturación” imposible. Oxford
y Cambridge no se qué habrán dicho al oír estas declaraciones, pero a buen
seguro intensos escalofríos han recorrido las hiedras que cubren sus centenarios
muros, tras los cuales se encuentra una selección de las mejores mentes de todo
el planeta, sea cual sea su procedencia, origen, creencia, color de la piel o
lengua materna. Todas estas bravatas anunciadas en cascada tras el pistoletazo
de salida lanzado por May pueden ser interpretadas, si buscamos el lado
tranquilo, como bravatas soltadas para tranquilizar a las huestes más radicales
del conservadurismo británico y como arma de negociación de cara a los dos años
(o más) que puede durar el proceso con Bruselas. Puede ser la típica táctica de
ponerse gallito para luego ir reculando, y ya se sabe que los británicos de
diplomacia entienden lo suyo. Pero sea o no una pose, anuncios de este tipo son
de una gravedad enorme. Y lo son por el mensaje de fondo que transmiten un
mensaje de puro nacionalismo xenófobo, un mensaje de discriminación, un mensaje
antiliberal y una manera de entender la vida propia de mentes de siglos pasados.
Durante décadas Reino Unido ha sido un faro de esperanza, de libertad, de
oportunidades, frente a una Europa continental que caía una y otra vez en
guerras y dictaduras a cada cual más cruel y opresora. Terminada la II Guerra
Mundial las islas volvieron a ser lugar de acogida, nicho de oportunidades
tanto para los que residían en las colonias del desmembrado imperio como para
los europeos que trataban de buscarse la vida. Londres se convirtió, aún lo es,
en la mayor y más poderosa ciudad de Europa, y un referente para casi todo en
el mundo. Oxford y Cambridge son las universidades más prestigiosas de nuestro
continente, la city reina en las finanzas globales… y así podríamos seguir
dando ejemplos de cómo Reino Unido ha prosperado gracias al aluvión de
profesionales de todo el mundo que allí han encontrado acomodo.
Decisiones como las anunciadas esta semana
supondrán, de llevarse a cabo, enormes costes económicos y sociales para los
que las padezcan y, también, aunque no quieran verlo, para el conjunto de la sociedad
británica. Pero sobre todo, supondrán la traición más vergonzosa y cruel
posible a los ideales sobre los que se erigió la gobernanza de aquellas islas,
un régimen basado en la elección parlamentaria y la economía libre en la que la
capacitación, el desempeño, la profesionalidad y la valía han sido, durante
siglos, las únicas varas de medir. Querer sustituir eso ahora por la “limpieza
de sangre” británica es, simplemente, desolador. ¿Has perdido el juicio, Reino
Unido? ¡¡¡Qué estás haciendo!!!
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