Es la segunda vez que me pasa
este año. Me levanto por la mañana, pongo la tele, y el escrutinio de un
referéndum que todo el mundo apostaba que iba a ser positivo cuando me eché a
dormir se torna en cruda, raspada, pero clara derrota, dejando a las empresas
demoscópicas otra vez en ridículo y a mi persona, en pijama frente al
televisor, convertida en un manojo de sorpresas. En Junio fue el Brexit, cuya
trascendencia para Europa y, por tanto para nosotros, es manifiesta. Ayer fue
en Colombia, resultado que nos afecta menos como país pero sí mucho como
sentimiento de comunidad hermanada con Latinoamérica.
He ido siguiendo por encima los
avatares del acuerdo del gobierno colombiano con la guerrilla de las FARC y las
condiciones de la paz firmada hace un par de semanas. Por lo que veía, desde la
distancia, se había optado por dar a los guerrilleros muchas garantías,
prebendas y posesiones territoriales para garantizar su renuncia explícita a la
violencia. Esas ganancias eran vistas por parte de la población colombiana como
una rendición ante la violencia, y ese era el argumento principal de la campaña
de los partidarios del no, campaña que, si se fijan ustedes, ha sido muy
silenciada por los medios españoles, de uno y otro signo, dando por sentado en
sus crónicas que el sí podría ganar con diferencias de hasta veinte puntos.
Formé mi opinión sobre el tema gracias a dos artículos escritos por grandes escritores,
Mario Vargas Llosa y Héctor Abad Faciolince, que expresaban su confianza en una
paz sostenida tras décadas de guerra civil desatada, que nada tienen que ver
con los conflictos terroristas vividos en Europa, ni por su origen, dimensión y
alcance, y que pese a que no les parecían los mejores acuerdos, los
consideraban los menos malos para lograr ese objetivo anhelado de la paz en un
país que tanto la necesita para realizar su despegue definitivo. Por ello,
reconozco que si hubiera tenido que votar lo habría hecho por el sí, no muy
convencido quizás, pero por el sí. Ahora
que el no ha ganado, por poco y con baja participación, pero ha ganado, la
situación se vuelve muy enrevesada. El gobierno de Santos ha puesto todo su
prestigio y futuro en este proceso de paz y se encuentra, justo al final, con
un tropiezo muy serio e inesperado. Lo más importante ahora es conseguir que
las FARC mantengan intacta su promesa del cese definitivo de las armas y la
entrega de las mismas, y que se pueda establecer una nueva ronda de
negociaciones en la que se endurezcan las condiciones con las que los
guerrilleros retornan a la vida civil y es tratada, política y judicialmente,
la organización. Recordemos que el objetivo primordial es el final de la
guerra, hecho que ahora mismo ya está conseguido. Pese al no cosechado, las
FARC saben que una vuelta a las armas sería mal vista por todos aquellos
actores, internos y externos, que las han apoyado durante décadas.
Afortunadamente, y esto es un cambio muy sustancial, la época de las guerrillas
“liberadoras” que vivió Latinoamérica hace algunas décadas empieza a ser más
asunto de historiadores que de periodistas, y los guerrilleros colombianos
saben, aunque no lo reconozcan, que nunca van a ganar la guerra en la que
estaban metidos y que cada vez su imagen será peor en un mundo que rechaza la
violencia y la ve como un método bárbaro, del pasado, para solventar problemas.
El despegue económico que ha vivido Colombia en estos últimos años, pese a que
aún queda muchísimo por lograr y enormes desigualdades por cerrar, también
resta atractivo a una manera de lucha que, en el fondo, no es más que
terrorismo organizado a gran escala.
Quién sabe. Quizás del no cosechado surja un
nuevo acuerdo que pueda ser refrendado y equilibre más los términos y de la
sensación a las víctimas de la guerrilla que se han resarcido a sus familiares
perdidos y no se ha claudicado ante los asesinos. En todo caso Colombia se
enfrenta a un reto enorme, inesperado, y muy difícil. Si logra salir de él le
espera una época de prosperidad y, sobre todo, de serenidad social que será
como un regalo tras tantos años de violencia y penuria. Hay que confiar en el
buen hacer de los colombianos y, en todo lo que necesiten, prestarles nuestra
ayuda para que esta travesía acabe en buen puerto. Lo necesitan y, sobre todo,
se lo merecen.
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