jueves, octubre 27, 2016

La iglesia y los polvos


Quizás, en medio de la investidura y tantos otros avatares, la noticia que más comentarios está causando esta semana es la de la nueva regulación que el Vaticano ha estipulado sobre las cenizas de los fallecidos. Las cremaciones se han disparado, creo que superan los enterramientos físicos, y las cenizas, sus urnas y lo que se hace con ellas da para todo tipo de anécdotas y comentarios. Estipula la Iglesia que las cenizas y sus contenedores no se pueden tener en casa ni ser arrojadas por ahí, ni transformadas en joyas u otros objetos, sino que deben mantenerse en lugar sagrado, so pena de no celebrar un funeral por el fallecido.
 
Quizás será porque desde Roma se busca batir un récord, pero creo que los que en la curia establecen este tipo de normativas saben que, en la práctica, no las cumple casi nadie. Tantas son las normas y preceptos de la iglesia que son obviados por todos, sean creyentes o no, que a buen seguro algún gerifalte de la Santa Sede sonríe para sí cada vez que declama un nuevo decreto de prohibición que, a sabiendas, nadie acatará. Este asunto de las cenizas, más allá de los numerosos chistes que ha generado, pone sobre la mesa no tanto la gestión de la muerte y los restos de nuestros seres queridos como la pérdida del papel de la religión en general, y de la iglesia en particular, en los ritos sociales que nos determinan como personas. Hubo una época no muy lejana en la que era la iglesia y sus ceremonias la que marcaba el paso vital de la persona, su nacimiento, su entrada en sociedad, su unión a un ser querido, su trascendencia y su muerte. En todos esos pasos, y en muchos otros, la iglesia, su ceremonial, sus representantes, eran intermediarios obligados, y regían así la vida de las personas. Poco a poco, a medida que la sociedad se ha ido sacralizando, ese papel se ha perdido. El matrimonio ha sido, claramente, la institución en la que la iglesia ha perdido mayor relevancia, siendo hoy las ceremonias civiles las mayoritarias y el vínculo entre ellas, poco indisoluble, por decirlo de una manera. La caída de la natalidad ha hecho que los bautizos, comuniones y confirmaciones sean sucesos anecdóticos y de escasa relevancia social, aunque de una enorme carestía. Queda la muerte, el último de los pasos, el más angustioso. La religión en este punto exhibe músculo, porque al mensaje de paz y amor que predica (aunque no lo parezca eso proclaman todas) se une, obviamente, porque eso las transforma en religiones, la fe en una vida más allá de la presente, expresada de una u otra manera. Ante el fin, el miedo se dispara, la angustia crece y las vocaciones reverdecen. Casi todo el mundo se pone a rezar cuando su propia vida o la de los seres queridos afronta un duro trance, y las oraciones que nunca se quisieron aprender brotan de los labios con una fluidez propia del río Jordán en época de lluvias. Aunque empiezan a surgir ceremonias civiles de despedida, en los funerales la iglesia sigue teniendo casi el monopolio del asunto, y ante unos familiares destrozados por la muerte de su ser querido, es esta institución la que les acoge, consuela y ofrece una ceremonia pública y social de duelo y acompañamiento. ¿Es realmente así? En muchas ocasiones esto es cierto, pero en otras no. Muchas personas han abandonado la iglesia no tanto por la pérdida de fe, sino porque sus ritos y los que los ofician han dejado de ofrecerle el consuelo y esperanza que buscan de manera ininterrumpida. Y decisiones como la tomada por el Vaticano esta semana son un paso más para que ese proceso de desconexión entre iglesia y ciudadanía se ahonde aún más.
 
El dolor de la pérdida de un familiar puede ser amortiguado por la fe en una vida plena en el más allá, pero en el momento de la muerte, en sus días posteriores, y en todo el proceso de gestión del luto, el que se queda en el mundo de los vivos es quien sufre realmente la pérdida. Y las cenizas que muchos tienen, tenemos, en casa, ayudan a aliviar ese natural proceso de asimilación de la marcha del ser querido. Muchos les hablan, les rezan, les acompañan, porque en ellas encuentran ese ansiado consuelo y compañía, que en tantas ocasiones nunca obtuvieron de sacerdotes o de iglesias, sea cual sea su creencia. El Vaticano se equivoca notablemente con esta nueva doctrina, y dudo que más de uno le haga caso.

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