miércoles, octubre 05, 2016

La globalización une vidas

Trump sigue pregonando su idea del muro y cosecha votos con ello, en Hungría el autoritario Orban incumple sus propias leyes y da validez a un referéndum que no alcanzó el cuórum requerido para rechazar las cuotas de refugiados impuestas por la UE, ayer en Reino Unido el responsable de sanidad amenazaba con expulsar a todos los médicos, especialmente los españoles, que no sean británicos, del sistema de salud de las islas… Populistas de izquierdas y derechas braman contra una globalización que, bien gestionada, es la mayor de las bendiciones que pueden sucederle a la economía y, sobre todo, a las sociedades humanas.

Ejemplo no económico. Este pasado viernes noche estaba en una parada de metro esperando a que llegase el tren en mi camino de vuelta a casa (no envidien mi vida nocturna de ocio, créanme). Leía de pies junto a un banco en el que estaba sentad, al lado mío, sola, una chica guapa, de cabellos rizados, que ojeaba un prospecto de propaganda de una marca de electrodomésticos. Llevaba manga corta y en su brazo derecho tenía tatuados unos caracteres en árabe. Aún quedaban unos minutos para que llegase el tren cuando se produjo la llegada de los pasajeros de otra línea que, correspondiendo con esa estación, se cambiaban a la línea en la que yo esperaba. Entre la nueva gente que poblaba el andén aparecieron dos chicas jóvenes, rubia y morena, que se sentaron en el banco junto a la que leía el folleto. Hablaban en un inglés que me sonaba muy norteamericano, pero no soy experto en esto, así que pensé que bien pudiera ser así. En un momento dado, la rubia se quedó mirando fijamente el tatuaje que llevaba la primera de las chicas, el de los caracteres en árabe, y en un castellano dificultoso pero bastante correcto, le preguntó a ver por qué llevaba escrito eso y si tenía familiares de origen árabe. La interpelada, un poco sorprendida al principio, dejó el folleto y le contestó que sí, que tenía ancestros árabes en su familia. Y entonces a la rubia le salió una enorme sonrisa en la cara, porque, en efecto, era norteamericana, pero su abuelo por la rama materna era árabe, y su madre había sido llamada en un nombre de esa cultura, que pronunció, pero que no soy capaz de poner aquí porque no llegué a entender bien ni me sonaba familiar. Y ella se llamaba de esa misma manera, y ninguna de sus amigas entendía por qué llevaba ese nombre tan raro en EEUU, nombre que ella llevaba con orgullo. La española, al oír el nombre, se alegró mucho, porque una de sus primas (creo) también se llamaba así. Sus abuelos paternos eran de ascendencia cubana y marroquí, y se habían conocido en Córdoba. Desde entonces era común que ambas tradiciones tuvieran mucho peso en su familia y, además de los caracteres tatuados en el brazo, sabía algo del idioma árabe, y era capaz de leerlo y escribirlo a nivel básico. La norteamericana le comentó que en su familia también existía la tradición de, al menos, aprender algunos caracteres, palabras y frases en árabe, para recordar al abuelo ya fallecido, y que ella lo hacía con mucho gusto y placer. Poco a poco, en apenas un par de minutos, las dos chicas habían encontrado un nexo común a sus muy distintas vidas de la manera más insospechada y, quizás, remota posible.


Llegó el tren, subimos todos a él y las tres chicas (la morena norteamericana miraba y asentía, pero apenas participaba en la conversación) y yo acabamos distanciados lo suficiente para que ya no pudiera oír sus conversaciones, pero sí seguir apreciando la felicidad en sus rostros durante las dos paradas en las que coincidimos. Ahí fue cuando las americanas se despidieron y bajaron del vagón y fueron rumbo a su salida, mientras el tren arrancaba, la española del tatuaje se quedó sentada en su vagón y yo, leyendo aún, pensaba que la escena que había contemplado era una prueba de que, aunque nada es idílico, el intercambio, el derribar fronteras, el conocer a los demás, el no dejarse llevar por miedos absurdos pude ser fascinante.

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