El Viernes supimos, mejor dicho,
descubrimos que había pruebas, que la
inspección del Banco de España era plenamente consciente del desastre que era
Bankia antes de su salida a bolsa, y advertía que ese paso, el de la bolsa,
bien pudiera ser la última de las imprudencias que se podrían cometer antes de
que el monstruo financiero estallase del todo. Desde hace tiempo se ha
especulado con el hecho de qué era lo que sabía el supervisor de Bankia, y qué
no, hasta qué punto las cuentas estaban ocultas y actúo a ciegas o, con
conocimiento de causa, fue negligente y contribuyó al destrozo. Ahora el
veredicto parece bastante claro.
Hay muchos casos en estos años de
desplome que pueden ser estudiados como ejemplo de hasta qué punto todo falló y
nos llevó a la ruina, pero pocos son tan complejos, densos y clarificadores
como el de Bankia. En él se dan la mano la corruptela financiera, el
chanchuello cutre, la prepotencia, la incompetencia política, sea cual sea la
ideología a la que se mire, la no asunción de responsabilidades y el
desprestigio de todos los que por ese asunto han pasado. Lo más significativo
de Bankia frente a otros casos es que, por su tamaño, su derrumbe nos abocó al
rescate financiero, ese que muchos niegan y se produjo plenamente, y sin el
cual el país hubiera estado a un pasito de caerse por el precipicio del rescate
real. Recuerdo que cuando se estaba calentando el proceso de salida a bolsa de
la entidad no eran pocos los artículos serios que alertaban de todo aquello,
que denunciaban una huida hacia adelante por parte de unos gestores,
encabezados por Rodrigo Rato, a los que nadie era capaz de toser decisión
alguna, y recomendaban encarecidamente no acudir a esa OPV bursátil. Repito. No
era uno o dos articulistas sueltos, orates proféticos en el desierto, sino
bastantes. El sentimiento de desesperación que tenía aquella historia era
palpable y ponía nervioso a cualquiera que leyese alguna noticia sobre ello.
Desde mi conocimiento del mundo bancario y financiero, a nivel de usuario y
curioso lector, para nada profesional, la operación me parecía un disparate
mayúsculo, y si las cifras que se manejaban por ahí de impagos y destrozo
inmobiliario asociadas tanto a Caja Madrid como a Bancaja eran ciertas, la
posibilidad de desastre me parecía total. Sine embargo el proceso se llevó a
cabo, hubo risas y aplausos en el vejado parqué de la bolsa de Madrid, con Rato
y el resto de la ejecutiva de la Caja como estrellas absolutas, rodeados de
miembros del gobierno, oposición, organismos reguladores como la CNMV y el Banco
de España y demás prebostes patrios, celebrando lo que para algunos era un éxito
y, repito, para no pocos, el momento del impacto de un ruinoso Titanic contra
un iceberg que le iba a hundir sin remedio. Con el tiempo, no mucho, pudimos
ver que la realidad era muy distinta a los oropeles y risas que llenaron ese día
las portadas de los medios. El fracaso de gestión, de la política al frente de
las cajas públicas, del asalto de lo común por parte de los que se consideraban
con derecho a apropiárselo, fuera cual fuese el carnet ideológico que lucieran,
llevó a la ruina absoluta de los accionistas de Bankia, los últimos en una
larga lista de engañados que vieron perder sus ahorros en la debacle de la
crisis. Si se hubiera hecho caso a los técnicos del Banco de España no hubiera
habido accionistas, nada habrían perdido, y el país se habría ahorrado parte de
la factura del rescate, no toda, pero si algo. Nada se hizo como es debido, y
así pasó lo que pasó.
Dado que el sector de la banca se
basa mucho en la confianza y seguridad, sus sedes suelen ser (o solían, ahora
el gremio anda muy desorientado) sólidos y pétreos edificios que daban imagen
de poder y robustez. Recuerdo, antes de la salida a bolsa, haber quedado con mi
amiga ABG en Plaza Castilla un día en el que ella pasaba por Madrid, y le
comenté, mirando la sede de BAnkia, en una de las torres Kio, que cuando “eso
se caiga” arrastrará a todo el país a la catástrofe. Pocas veces acierto en mis
vaticinios, y siento que esta vez fuera así, pero lo cierto es que la idea de
situar la sede de una entidad bancaria quebrada en un edificio torcido ya lo
decía casi todo. Era imposible que esa historia acabase bien.
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