Seguro que cuando fue organizada,
intuyo que hace ya varios meses, la gira de despedida de Obama por Europa se
pensó como un momento dulce, uno de los más sentimentales y agradecidos para el
casi ya expresidente norteamericano, dado el entusiasmo con el que han sido
recibidas sus palabras y estancias cada vez que ha pisado nuestro continente.
Quizás haya sido, de los recientes, el presidente que menos caso real le ha
hecho a Europa, pero eso no ha impedido que sea de los más aplaudidos y
vitoreados, preventivo y ridículo Premio Nobel inclusive.
Como pasa muchas veces, la
realidad se encargar de transformar nuestros ilusos planes en otra cosa muy
distinta. Esta gira, que ayer transcurrió por Grecia y hoy por Alemania, es
triste, muy triste. Obama pisa por última vez el continente sabedor de que en
su triplex dorado de Manhattan maquina Trump cómo establecer su gobierno, y que
partes de las medidas de su predecesor desea arruinar. La derrota demócrata
empaña notablemente el balance presidencial de Obama, y él lo sabe. Su
implicación en la campaña, muy intensa, no ha impedido que Hillary, que fue su
secretaria de estado, haya fracasado, quedándose muy por detrás en votos
respecto a los que consiguió Barack en sus dos elecciones. Además del plano
interno, sabe Obama que la relación trasatlántica va a sufrir mucho, sean
cuales sean las decisiones futuras de Trump, dado que su elección rompe el invisible
pero necesario vínculo de confianza entre los socios. Esto de la relación
trasatlántica no es sólo la presencia de bases norteamericanas en Europa, que
también, sino los fuertes lazos comerciales, personales, de ideas y
sentimientos que unen a las dos orillas de lo que llamamos occidente, que somos
muy distintas, pero compartimos una misma fe en la ley, la democracia, los
derechos humanos, al libertad y la economía de mercado. Esas son algunas de las
características que nos definen, y que día a día tratamos de ejercer, proteger,
cuidar o, al menos, no destruir. Junto a nosotros, vecinos o no, existen
regímenes donde esas ideas no se dan, o simplemente se vetan. Mantenemos
excelentes relaciones comerciales con ellos, fruto de la necesidad y el egoísmo
mutuo, pero China o Arabia saudí, por citar sólo dos, son países donde no nos
gustaría vivir por mucho dinero que tuviéramos. Hay algo más que el dinero,
algo mucho más importante. Y es ese algo más lo que está en riesgo, sobre el que
se ciernen nubarrones de tormenta que amenazan con descargar. El ascenso de los
populismos, las manifestaciones de xenofobia, asociados antes al Brexit, ahora
a Trump, la renacionalización, el apelar constantemente a “lo nuestro” frente a
los demás, son síntomas peligrosos de regresión, y bien sabemos en Europa,
nuestra querida Europa, hasta qué punto somos capaces de generar infiernos que
comienzan con meras declaraciones de superioridad racial. Más de una vez EEUU
ha venido a salvarnos de nuestros propios demonios, tanto por su interés propio
como por un anhelo de lucha por la libertad, y los cementerios que jalonan
media Europa son recuerdo imborrable de ese pacto de sangre que tenemos entre
los dos mundos. No debemos olvidar a aquellos que cayeron para que nosotros
podamos ser libres, y debamos ejercer esa libertad con cabeza y sentido.
Hoy
Obama se reunirá con Ángela Merkel, quien se ha convertido, a su pesar, en la única
luz de libertad que queda en nuestro mundo. Tras la renuncia de Reino Unido,
el misterio sobre el futuro de EEUU, el potencial desastre político que es
Francia y la irrelevancia del resto, Merkel, Berlín, se convierten en nuestra
gran esperanza para poder reconquistar terreno al populismo. Será un trabajo
duro, llevará mucho tiempo, pero es una batalla ideológica en la que no podemos
desfallecer, y siempre tendremos que estar. Se lo debemos a los caídos, sí,
pero también a nosotros mismos y a las generaciones que nos van a suceder. Si
caemos en los errores del pasado les dejaremos un mundo mucho peor que el que
hemos conocido. Será no sólo el fracaso de Obama. Será, sobre todo, nuestro
propio fracaso.
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