Este
viernes Ramón Espinar ganó las primarias de Podemos en Madrid, imponiéndose a
la candidatura errejonista de Rita Maestre y Tania Sánchez. A
Espinar le descubrieron, hace unas semanas, un chanchullo con un piso de
protección oficial, con el que especuló gracias a, entre otras cosas, los
favores de su padre. Esta noticia, que dio mucho que hablar en los medios, no
ha tenido repercusión en la elección de Podemos, si por repercusión entendemos
que Espinar hubiera perdido. Podría pensarse incluso que le ha llegado a
favorecer, dado que sus fieles se han movilizado en masa. Nunca lo sabremos
exactamente.
A escala, el caso Espinar me recuerda
mucho a Trump. Por cada delito que le descubrían la magnate, por cada falta,
abuso y prueba de indecencia que le era aireada, arreciaba más el ruido de su
campaña y los gritos ensordecedores de sus fans, que veían conspiraciones
mediáticas por todas partes. Parecía que todo funcionaba al revés de lo
establecido, y que esas noticias de delitos y faltas, nada allenianos, que
hasta ahora suponían la muerte política del candidato, eran justo lo contrario,
más gasolina que echar a las ardientes brasas de sus encolerizados partidarios.
Y él, en los mítines, se reía de todos ellos, de los suyos y los demás,
despreciaba las noticas sobre sus males y lanzaba nuevas soflamas. El resultado
electoral final, que sigue teniéndonos a muchos entre asustados y deprimidos,
ha sido, sobre todo, la victoria de esa ira social frente a las noticias de
corrupción del candidato y, de rebote, el fracaso de los medios de comunicación,
que no supieron, como muchos otros, ver la bola que se estaba organizando y, lo
peor, se han mostrado irrelevantes. Portadas y portadas de grandes periódicos
de prestigio inmaculado denunciando cada uno de los delitos de Trump, que sólo han
servido para que el magnate consiguiera publicidad gratuita y no gastase recursos
propios para la campaña. Los lectores de esos medios ya sabían cómo era el
personaje, y no le iban a votar, pero se suponía, hasta la semana pasada, que
esas cabeceras ejercían una influencia sociológica en los votantes, que iba
mucho más allá de su censo de lectores. Ese supuesto se ha mostrado falso, y aún
más, contrario a la realidad. Muchos votantes de Trump también lo han hecho para
pegar una patada no sólo a lo que ellos llaman el “stablishment” de Washington,
su versión de la casta, sino para golpear también a esos medios de comunicación
clásicos, que consideran infectados por la corrupción y la mentira. En la era
de la presunta información, el ruido de las webs cubre a los medios y resulta
ser insuperable. Muchos de los votantes de Trump se informan a través de webs
propias, de origen reciente, ideología extrema y llenas de afines a sus teorías.
Sólo escuchan lo que aquellos en lo que creen les cuentan, y no salen de ahí.
Por lo tanto, lo que el Washington Post o cualquier otra cabecera publique no
son nada más que mentiras, calumnias y basuras propagadas por los poderosos que
tratan de derribar al candidato del pueblo, al inmaculado, a Trump, a quien
porta la incómoda verdad que tanto ofende en los círculos de Washington. Seguro
que esta retórica les suena mucho, a expresiones tipo “la máquina del fango”
que usaron los afines a Iglesias para calificar las informaciones sobre el piso
de Errejón. Y sí, suena tanto que es exactamente lo mismo.
Por ello, el resultado de la victoria de Espianr
y, sobre todo, el de Trump, muestra un peligro que hasta ahora ni nos habíamos
planteado, que es el de la pérdida de credibilidad de los referentes que,
durante décadas, han sido los creadores de la opinión y, también, los que han
controlado los excesos del poder. La fragmentación de las audiencias, el
sectarismo creciente y la negación de la realidad supone, tras la derrota económica,
otro golpe muy serio a la existencia de periódicos y medios serios, que ven
como su espacio se achica frente al auge de populistas al mando de micrófonos y
webs, que inventan una realidad y, lo peor, tienen un gran mercado donde poder
venderla.
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