La escena parece sacada de una de
esas crónicas de los juicios de Núremberg, donde las cápsulas de ácido prúsico
jugaron un papel tan determinante a la hora de “sentenciar” a muchos de los
condenados El acusado, general de las tropas serbias durante la guerra bosnia,
mira al tribunal desde su altiva posición, con un rostro serio, rígido,
cubierto con una barba blanca que le da un porte inmerecido, y en medio de un
alegato en favor de su inocencia, saca un pequeño recipiente del bolsillo, no
más que uno de esos minivasitos que portan aceite y se usan para aliñar
ensaladas, y
se lo bebe delante de la sorpresa de todos los presentes en la sala. Afirma el
acusado que acaba de ingerir veneno. Tras ello, la vista se suspende y el
acusado muere en apenas un par de horas.
En sí misma, la Corte Penal
Internacional de La Haya, y cualquier otro tribunal internacional que juzgue
delitos contra la humanidad, es heredera de los juicios de Núremberg, de
aquellos procesos instaurados tras la derrota del régimen nazi y el
descubrimiento, generalizado y público, de las atrocidades cometidas durante y
en sus dominios. Algunas de ellas, como la existencia de los campos de
concentración eran sabidas, y no pocos eran los rumores sobre lo que allí
sucedía realmente, pero una incredulidad general y una cierta sensación de
desidia acallaban las escasas voces que denunciaban el genocidio que se estaba
cometiendo. De aquella época horrenda como pocas, pozo oscuro de nuestra
historia de seres humanos, vienen conceptos como genocidio, Holocausto,
crímenes contra la humanidad, y otros relacionados con ellos. De hecho los
acusados y condenados en Núremberg lo fueron por figuras jurídicas que tuvieron
que ser creadas para poder definir lo que allí se estaba juzgando. ¿Cómo calificar
a Auschwitz antes de la existencia de semejante lugar y acciones? ¿Cómo
tipificarlo, definirlo, meramente llamar a semejante dimensión del horror? Núremberg
necesitaba de la imaginación de los juristas para delimitar y calificar los
delitos, y la capacidad inimaginada de asombro por parte de todos para asumir
lo que allí se estaba juzgando. Muchos de los condenados optaron por el
suicidio antes o durante el proceso, lo que impidió a la justicia hacer su
trabajo. La mera idea de que la muerte de Himler hubiera podido ser evitada
cuando se le detuvo e imaginar su simplona cara entre rejas frente a un
Tribunal resulta tan fascinante como difícil de concebir. ¿Qué nos hubiera
podido contar el gestor de la solución final, el responsable máximo de las SS,
uno de los hombres con mayor poder en el régimen nazi?. Quizás nos podría haber
explicado en detalle cómo se gestó, planificó y desarrolló el crimen masivo
perfecto, quizás no el más numeroso (Rusia y China ganan de calle) pero sí el más
depravado de los asesinatos masivos concebidos a lo largo de la historia. O quizás
no. Puede que, de haber sobrevivido a su suicidio y llevado a juicio, el
testimonio de Himler nos hubiera adelantado algunos años el concepto de
banalidad del mal que tan lúcidamente desarrollo Hanna Arendt durante las
sesiones del juicio de Adolf Eichmann, celebrado varios años después. Quizás Himler
se nos rebelase como un oscuro funcionario, un hombre gris, adusto, eficiente,
serio, riguroso, fanatizado, pero lleno de procedimientos, que generaba órdenes
que se traducían en muerte con la misma eficacia y frialdad que se requiere a
la hora de aprobar procedimientos de subvenciones a empresas. Y es que Himler,
al parecer, era así. Y eso, como supo ver Arendt, es quizás una de las
conclusiones más devastadoras de aquellos juicios, de aquellos años de infamia
absoluta.
Entre los “méritos” del fallecido
ayer general Praljak está el de ordenar la voladura del puente de Mostar, uno
de los símbolos de aquella cruel guerra, en una ciudad que era un lugar de
convivencia entre etnias y religiones y que, desde entonces, tras el paso del
fanatismo y las armas, ya no ha vuelto a ser lugar de unidad y respeto, pese a que
el puente haya sido reconstruido. Hasta el último minuto de su vida Prajlak ha
estado convencido de la rectitud de sus actos, de haber hecho lo debido, de
obedecer órdenes precisas y justas en una guerra en la que desempeñaba el papel
que tenía asignado. No ha visto el mal causado, no se ha sentido culpable por
lo que sus actos generaron. Se ha considerado un militar obediente, y como tal
ha escenificado su final. ¿Qué nos dice esto sobre la justicia, el
arrepentimiento y la verdad?