No llueve, y cada vez hace más
falta que lo haga. Salvo las precipitaciones, abundantes, que caen en el
Cantábrico, regando aquellas tierras y desaguando hacia el mar, y la nieve
caída en Pirineos, que permite abrir las estaciones de esquí y dar esperanza de
una buena temporada a operadores y hosteleros de la zona, no llegan frentes
atlánticos. De vez en cuando algún hecho raro genera un ocasional día de
lluvia, pero que no es seguido por ningún otro, sino por largas semanas de
estancado anticiclón, monótonos días de Sol emergente y poniente y ausencia
total de nubes y otros fenómenos. Hay previsiones optimistas para la semana que
viene, pero ya no me fío.
Lo que sí ha llegado es el frío.
Y le ha costado esta vez, tras casi seis meses de verano. Prácticamente desde
mayo a octubre, ambos inclusive, se han vivido jornadas interminables con
temperaturas por encima de los treinta grados en Madrid y mucho más en zonas
del sur peninsular, en un verano que tuvo sus extraños altibajos en julio, pero
que desde mediados de ese mes encarriló sus jornadas típicas como las cuentas
de un infinito collar, indistinguibles. Llegado septiembre sólo la hoja del
calendario y la actividad escolar y laboral indicaban que el verano había
terminado, y lo mismo pasó con octubre. Terrazas llenas, noches cálidas,
mañanas agradables y mediodías de sol a plomo en gran parte del país, sin
apenas una gota de agua. Los vendedores de abrigos notaban el calor en sus
venas y sentían un frío virtual en sus ingresos, derivado de la ausencia del
real en la calle. Los mostradores de chanclas y camisetas seguían atestados de
clientes, que miraban a los abrigos y sus vendedores como si de un ejército de
zombis se tratasen. Noviembre empezó y, durante unos pocos días, el estío se
mantuvo, pero ya no podía más, su alargada vida, tan antinatural, era exagerada,
como la que siente con desagrado Bilbo Bolsón al inicio de El Señor de los
Anillos, y expiró con un valiente frente frío que, hace un par de fines de
semana, consiguió penetrar en la península, dejó lluvias más o menos intensas y
generalizadas del cuatro al cinco del mes y, como recuerdo, una bajada de
temperaturas que se mantiene desde entonces. Ese frente se llevó los treinta
grados, y también los veinte. Pasamos en un par de días de la manga corta a la
chaqueta, y en otras dos jornadas al abrigo. Los de las chancletas de la
tienda, extenuados, por fin pudieron coger el descanso merecido, y los zombies
de los abrigos empezaron a revivir a medida que la clientela cambiaba de
mostrador o de planta, en busca de unas prendas o complementos que ya pensaba
que no iban a ser usados este año. La facturación del comercio textil se empezó
a animar y, casi con las ofertas del tonto viernes negro en la cabeza, y
poniendo los primeros espumillones navideños, se empezaron a vender bufandas,
gorras, abrigos y botas, en el año del eterno verano. Los que siguen sin hacer
un gran negocio son los del paraguas. En Madrid los últimos meses se han
saldado con un día de lluvia por cada treintena, de tal manera que la
probabilidad de mojarse, o el riesgo de sufrirlo, si así lo prefieren, es tan
bajo que puede uno vivir perfectamente sin protección. Y si llega el día que
toca agua, se moja y tiene todo el resto del mes para secarse. ¿Se romperá esta
endiablada secuencia? Ojalá. También el calor se fue, pero ya han visto lo que
ha costado. Pregunten a sus vendedores de abrigos su opinión sobre el tiempo
este año y se unirán a agricultores y otros afectados en una retahíla de
insultos, tacos y expresiones soeces de todo tipo, que quizás les hagan entrar
en calor y, con un poco de mala suerte, hacer ponerse en mangas de camisa.
No me gusta el frío, lo reconozco.
Me aletarga e incomoda mucho. Se hace desagradable la sensación de salir de
casa, de dejar la protección y temperatura adecuada para pisar una calle en la
que el viento y la sensación son desagradables, hoscas y hostiles. Es
necesario, higiénico, limpiador y natural, pero me incomoda. Lo mejor del frío
es acudir a un local cálido, tomar un café caliente y, desde el interior, ver cómo
ahí fuera la temperatura hace a la gente moverse rápido, en busca de un calor
corporal o un refugio en el que guarecerse. Y siempre temiendo el momento en el
que uno se convierta en uno de esos buscadores de refugio, que ansían escapar
del frío, que ya, por fin, está aquí.
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